Cuando fui lectora de Fernando Savater, hoy tan a la deriva, tan caricatura de sí mismo, me desconcertó que su libro Las preguntas de la vida comenzara hablando de la muerte. En este primer capítulo, él anticipa el asombro del inexperto ante la paradójica lobreguez introductoria. Savater explica su opción diciendo que «[…] la certidumbre personal de la muerte nos humaniza, es decir, nos convierte en verdaderos humanos, en mortales».
La muerte no es algo en lo que de ordinario pensemos. Si eventualmente ocurre es porque otros mueren. La muerte nos es ajena. Es inusual hacernos cargo de que llegará el día en que también nosotros nos despediremos del mundo. Vivimos como si en verdad fuésemos inmortales, influjo de la promesa del monoteísmo de eternizarnos en un paraíso donde todo será bello y bueno, nosotros genuinamente felices y la muerte borrada. Todo depende de cuán fieles hayamos sido a los mandatos de los dioses que adoramos.
Pero salvo que sea súbita, la muerte es producto de un proceso, a veces lento, de desgaste de nuestra biología y deterioro de todas nuestras facultades. La concreción de las promesas laicas de la ciencia de prolongar la vida más allá del promedio actual, economizándonos a la vez los sinsabores del envejecimiento, todavía no se vislumbra, si bien no faltan pensadores que, anticipándose, discutan sobre los graves problemas éticos de esta posibilidad.
Antes de morir, envejecemos, y quizá transitar esta etapa sea lo más difícil para los humanos. Victoria Camps, filósofa española, habla sobre esto en su libro La búsqueda de la felicidad. Contrariando el pensamiento común, afirma que tendemos a creer erróneamente que la persona anciana vive acosada por el miedo a la muerte que galopa a su encuentro. Para ella, «[…] la carga más dura de soportar es la de envejecer y no la de morir».
Para decirlo mira lo real, lo cotidiano. Aun sustrayendo la vejez de los circuitos del mercado y olvidando las discriminaciones en un contexto en el que el cuerpo joven es la nueva divinidad y el gimnasio su Monte Olimpo, esta etapa de la vida es, al decir de Camps, «la edad más del recuerdo que de las expectativas».
Recordamos a esa persona irrecuperable que fuimos, tomamos conciencia de que es iluso continuar contemplado la vida como un proyecto, de nuestra inadecuación y desilusiones. Socialmente, se sufre el visceral rechazo edadista y en la intimidad se instala la soledad, hipócritamente enmascarada por las buenas formas de un entorno volátil.
Tal vez Camps tenga la razón y lo sensato, lo sabio, sea reflexionar sobre la vida y no sobre la muerte, que escapa a nuestra voluntad salvo cuando se comete suicidio o se tiene acceso a la eutanasia allí donde es consentida. No una reflexión en el ocaso, sino una permanente que, sobre todo en estos tiempos de ovaciones al grotesco estriptis moral de los poderosos, de embelesamiento con la artesanía idológica del «enemigo», rescate como propósito ideal una vida humanamente lograda.
Es decir, pensar la vida para «aprender a morir» cuando nos toque.