En su audiencia de confirmación en el Senado de Estados Unidos, el nuevo secretario de Estado Marco Rubio hizo una breve referencia a Haití, la cual puede considerarse como la primera aproximación a la crisis haitiana del más alto representante de la diplomacia estadounidense. Si bien se trata de una idea muy general, al menos sirve para comenzar a descifrar cuál podría ser la política del nuevo Gobierno de Estados Unidos con respecto a Haití. El secretario de Estado Rubio declaró lo siguiente: “No creo que nadie pueda decirte que tiene un plan maestro para arreglar eso de la noche a la mañana. Creo que comienza con estabilidad y seguridad, hay que establecer una seguridad de base, y no va a provenir de una intervención militar de Estados Unidos, por lo tanto, en la medida en que podamos, alentar a los socios extranjeros, e incluiría a los socios extranjeros en el hemisferio occidental, que deberían contribuir a este esfuerzo para proporcionar algún nivel de estabilidad y seguridad en Haití”. A lo cual agregó: “Pero va a llevar mucho tiempo y lo digo con tristeza… no hay respuesta fácil”. Luego se refirió a las bandas criminales, las cuales “han desestabilizado no sólo a Haití, sino que han amenazado con desestabilizar la República Dominicana y han contribuido a la presión migratoria en los Estados Unidos, Bahamas y otros lugares de la región”.
Tiene razón el secretario de Estado Rubio al decir que nadie tiene un plan maestro que pueda resolver en poco tiempo la situación en Haití. También tiene razón cuando dice que la solución comienza con proveer estabilidad y seguridad, premisa fundamental para que pueda funcionar de manera mínimamente efectiva cualquier sistema de gobierno. La cuestión está en determinar cómo hacerlo, con cuáles recursos y quiénes serían los actores responsables de esa tarea.
Una de las grandes deficiencias de las diferentes intervenciones de la comunidad internacional en Haití durante los últimos treinta años es que estas no han abordado con consistencia y sentido de largo plazo la compleja tarea de reconstruir el Estado haitiano. Por supuesto, la legitimidad electoral de las autoridades cuenta mucho, pero si no hay una base de estabilidad y seguridad, como dice el secretario Rubio, las instituciones de gobierno no tendrán base de sustentación, siempre expuestas a crisis recurrentes en medio de la fragmentación extrema, la dispersión, la inseguridad y el control del territorio por fuerzas no estatales.
La historia de despotismo en Haití lleva siempre a la legítima preocupación de lo que podría suceder si se restablecen y fortalecen las instituciones del Estado, pero esto no es razón para evitar plantearse que sin una estructuración estatal no hay posibilidad alguna de alcanzar estabilidad y seguridad. Uno de los grandes errores que se cometieron luego de la intervención militar de Estados Unidos en Haití en 1994, por mandato del Consejo de Seguridad de la ONU, con el fin de restablecer al presidente Jean-Bertrand Aristide, es que se decidió eliminar las Fuerzas Armadas sin sustituirlas por otra fuerza de seguridad con una nueva filosofía y misión, lo que abrió las puertas de par en par al tráfico de drogas, armas, mercancías y personas, lo cual de por sí es un problema difícil de tratar en sociedades con Estados más o menos fuertes, mucho más para una sociedad como la haitiana en la que han colapsado totalmente sus instituciones.
El grave problema ahora es que, tras largos años sin autoridad estatal efectiva, será muy difícil que la población haitiana asimile la legalidad y aprenda una nueva manera de sociabilidad. El abismo entre lo jurídico-formal y lo político-material es tan grande que tomará años de esfuerzos sostenidos para construir una institucionalidad más o menos funcional que provea servicios y bienes públicos esenciales: seguridad para las personas y las empresas, orden público y protección de fronteras, capacidad de recolección de impuestos y aranceles, construcción de infraestructura, servicios básicos de justicia, salud, educación y protección del medio ambiente, entre otras tareas básicas de una sociedad organizada.
En cuanto al diseño del régimen político, Haití tiene que dejar atrás el sistema semipresidencial de dos cabezas (presidente y primer ministro) que copió de la Constitución francesa de la V República para dar paso a un sistema presidencial con mayor autoridad y capacidad ejecutiva, si bien con el contrapeso del poder legislativo. Se requiere también un esfuerzo extraordinario para lograr procesos de confluencia y acuerdos entre las fuerzas políticas que logre superar, aunque sea mínimamente, la fragmentación extrema que existe en ese país. Si bien la solución de la crisis haitiana no es el despotismo a lo Duvalier, tampoco se puede pensar que es posible poner a funcionar de buenas a primeras una democracia liberal por puro acto de voluntad o imposición extranjera, por lo que se requerirá una estrategia realista que contemple fases y metas, con involucramiento y apoyo internacional, pero con la exigencia de participación responsable del liderazgo político, social, empresarial y religioso de Haití.
Se entiende perfectamente que Estados Unidos no quiera enviar fuerzas militares o policiales a Haití, pero sin un apoyo financiero y estratégico estadunidense es poco realista pensar que podrá haber alguna solución a la crisis haitiana. Si Estados Unidos no juega un papel de liderazgo, es poco probable que otros países lo hagan. Es de esperar, pues, que el nuevo Gobierno estadounidense no deje a Haití a su propia suerte por más frustración que sienta ante un país cuya crisis tiene, sin dudas, visos de intratabilidad. Si el discurso aislacionista que tanto resuena en el nuevo ambiente político estadounidense se convierte en política pública con respecto a Haití se producirá, inevitablemente, un deterioro aún mayor de la crisis haitiana, con repercusiones hacia la República Dominicana y el resto del entorno regional, incluyendo Estados Unidos, lo cual es algo que preocupa al propio secretario de Estado Rubio según lo que expresó en su comparecencia ante el Senado de Estados Unidos.