Me gusta el sistema político del Reino Unido, cuna del parlamentarismo. Como tal, el poder ejecutivo está controlado en buena medida por el legislativo. Fue una de las conquistas de cuando la monarquía cedió protagonismo a la representación popular.
Hubo elecciones el jueves pasado y los pronósticos resultaron correctos. Tras catorce años en el poder, los conservadores perdieron de mala manera.
Lecciones las hay, todas relevantes incluso en estos trópicos de calentones no siempre climáticos. Partido dividido, partido derrotado. En los últimos ocho años, las desavenencias internas en el Partido Conservador desembocaron en cuatro cambios de liderazgo. La derrota era crónica anunciada. Los laboristas, cargados a la izquierda, nunca ganaban. Nueva enseñanza: en el centro político está el equilibrio.
Otro mensaje y tiene que ver con la mecánica de la transferencia del poder. En 24 horas, el nuevo premier estaba ya instalado en el número diez de Downing Street, residencia y oficina. Mudanza express. Vae victis! Sobreentendido, también totalmente operativo el gobierno, compuesto por miembros del parlamento. Mezcla poderosa, pero en relación directa con los electores. Transición cero y posibilidad ninguna para independientes en puestos de relumbrón. El gabinete británico se debe al poder legislativo.
Más allá del sistema político, otras realidades me fascinan de esa tradición democrática por excelencia. Esta nueva administración incorpora católicos, cristianos, hindúes y musulmanes. Negros, amarillos, blancos y mulatos. Pobres y ricos. Gente de izquierda y de derecha. Por supuesto, esa mélange carecería de sentido si nos quedáramos en los colores. Un ministro es “cristiano gay”; y la esposa del premier, judía practicante. Todos aprueban la igualdad de géneros y ni hablar de las tres causales. Hay mucho que aprender sin tener que saber inglés.