En pocos días se cumplirán cien años de la terminación de la ocupación militar. Aquel 12 de julio de 1924, fue luminoso. En la plaza de la Torre del Homenaje se arremolinó una multitud cuyos corazones latían trepidantes, henchidos de sentimientos patrióticos. Desde lo alto de la torre fue arriada la bandera de los Estados Unidos y, de inmediato, izada la dominicana. Las fuerzas interventoras cesaron en sus funciones ejecutivas y se prepararon para abandonar el país.
En ese ambiente ilusionante tomó posesión Horacio Vásquez como presidente de la República Dominicana, electo con el respaldo de alrededor del 60 % de los votos.
La intervención militar se produjo en 1916: confirmó la tutela no solicitada del más fuerte para asegurar su dominio y la expansión de sus intereses, bajo la excusa de poner orden en nuestros asuntos internos.
La Primera Guerra Mundial estaba en su apogeo. Los Estados Unidos entraron al conflicto en 1917, pero sus intereses estratégicos requerían del mantenimiento del control en su área de influencia y asegurar el suministro de bienes esenciales.
La República Dominicana estaba intervenida financieramente según lo acordado en la convención del 1907 y carecía de flexibilidad en su manejo presupuestario, controlado por el país del norte.
Años de inestabilidad, insurrecciones, causaron estragos en las finanzas del Estado, llevaron a la emisión de papeletas sin valor y al endeudamiento externo vía bonos soberanos, hasta agotar la capacidad de cumplimiento de su servicio.
Es cierto que existía la necesidad de poner orden en nuestros asuntos internos, pero la dinámica político, económico, social se encaminaba hacia lograrlo. Cada nación tiene que encontrar por sí misma su camino, como lo encontraron los propios Estados Unidos no sin antes pasar por grandes calamidades, incluyendo una terrible segregación racial y una cruenta guerra civil.
Las tropas estadounidenses se retiraron luego de que suscribieron con representantes dominicanos los términos de la evacuación, con sus consecuencias orientadas a dar matiz legal duradero a las órdenes ejecutivas adoptadas por las autoridades de ocupación.
Existen documentos importantes que dan idea de la huella profunda que dejó entre los dominicanos la afrenta recibida.
Monseñor Nouel envió una carta en diciembre de 1919 a W.W. Rusell, ministro de los Estados Unidos, algunos de cuyos párrafos dicen: “El pueblo ha sufrido, si no conforme, al menos resignado, el sonrojo y el peso de una intervención”.
Y para demostrar el impacto degradante de la intervención, agrega: “El pueblo dominicano es verdad que en sus conmociones políticas presenció más de una vez injustas persecuciones, atropellos a los derechos individuales, sumarios fusilamientos, etc.; pero jamás supo del tormento del agua, de la cremación de mujeres y niños, del tortor de la soga, de la caza de hombres en las sabanas como si fueran animales salvajes, ni del arrastro de un anciano septuagenario a la cola de un caballo a plena luz meridiana en la plaza de Hato Mayor… Nosotros, no lo niego, conocíamos el fraude en los negocios y el robo al detalle de los fondos públicos; pero con la ayuda y las lecciones de varios extranjeros, nos perfeccionamos en el arte del engaño y en las dilapidaciones al por mayor”.
No hay nada como un poeta para expresar los sentimiento de un pueblo defraudado. Fabio Fiallo escribió: “Si inquieren por nosotros: -¿Son felices? Decidles: – los vimos en cadenas vencidos a traición, mustias están sus frentes, sus brazos abatidos y en sus pechos no cabe más odio y más dolor. Aprende en nosotros ¡Oh pueblos de la América! los peligros que entraña la amistad del sajón; sus tratados más nobles son pérfida asechanza, y hay hambre de rapiña en su entraña feroz”.
Otro poeta, Rubén Suro, refiriéndose a Cayo Báez y a Gregorio Urbano Gilbert, dijo: “Los dos estáis en mi corazón, agigantados, llenándolo de patria y de esperanza, abanderados de la libertad; mi corazón que se niega a mirar al “Norte Amargo” de nuestras desorientaciones, al Norte que no sube a la estrella polar porque le pesa el alma, el que nos amenaza y nos envuelve con la humillante dádiva y el soborno grosero, el que nos envenena el aire; eriza de espinas las aguas de los mares nuestros y juega con este pedazo microscópico de tierra hipotecada, como niño en la playa…”.
Un siglo ha transcurrido de la recuperación de nuestra auto estima como nación. El peligro aun asecha. Jamás deberíamos propiciar actuación alguna que pueda ser utilizada como excusa para que vuelvan a tratar de doblegarnos.
No hay nada como un poeta para expresar los sentimiento de un pueblo defraudado. Fabio Fiallo escribió: “Si inquieren por nosotros: -¿Son felices? Decidles: – los vimos en cadenas vencidos a traición, mustias están sus frentes, sus brazos abatidos y en sus pechos no cabe más odio y más dolor…”