Aunque tal vez cuesta creerlo, la administración pública ha mejorado mucho a lo largo del siglo XXI. Apenas unos años atrás, la aprobación de un Presupuesto General era una mera formalidad, porque un alto porcentaje de los gastos se ejecutaba de forma discrecional por parte de la presidencia. El país no contaba con estadísticas expeditas sobre el sector público consolidado y, para llegar a una medida confiable del déficit, había que unir mil piezas de informaciones dispersas. La deuda era siempre un tema difuso, enmarañado por atrasos en los pagos, pasivos mal registrados, errores y omisiones.
Las condiciones actuales son muy distintas: la gestión tributaria está a cargo de agencias modernas, los proyectos de inversión pasan por un proceso de escrutinio medianamente riguroso y los indicadores del endeudamiento estatal satisfacen estándares propios del mercado financiero global. Los desvíos en la ejecución del gasto son casi siempre moderados y los directores de presupuesto tienen que hilar con cuidado al complacer solicitudes creativas de tal o cual ministro, porque se sabe que en el futuro podrían acabar rindiendo cuentas ante algún juez molestoso. El presente no es color de rosas, pero dista cien leguas de la oscuridad gótica con que se vivía en un pasado no distante.
Esos avances son resultado de reformas impulsadas por distintas administraciones. En 2002, la Ley Monetaria y Financiera acotó la posibilidad de financiar déficits públicos a través de emisiones monetarias. En 2006, se prosiguió con la promulgación de nuevas reglas para los sistemas financieros y de planificación estatal. En un gobierno posterior, se puso en marcha un sistema para el seguimiento al desempeño de las iniciativas presidenciales. Infelizmente, las reformas fueron incompletas, porque no pusieron el dedo en la llaga de un ámbito esencial, vale decir, la estructura de impuestos y gastos, que presenta hoy síntomas evidentes: un déficit estructural, una deuda creciente, un gasto ineficiente y servicios insatisfactorios.
Por tanto, la posibilidad de una mentada reforma fiscal no debería verse como un fantasma, sino como una oportunidad para poner las cosas en orden. La presente administración puede ahora decidir si llega a donde otros no quisieron llegar o se conforma con una propuesta para fines de entretenimiento. Tres preguntas flotan en el aire: ¿Cuál debería ser la meta para la recaudación de los ingresos? ¿Cuál debería ser la forma de alcanzar esa meta? ¿A cuáles usos deberían destinarse los nuevos recursos recaudados? La seriedad de esos temas no admite medias tintas y exige respuestas concretas, como concretas creo que son las respuestas que pienso dar desde mi modesta posición.
El primer tema se respondió en la Estrategia Nacional de Desarrollo, cuando se planteó que la presión tributaria debía pasar de 13% del PIB en 2010 a 21.5% en 2025. Esa meta no es posible en las circunstancias actuales, pero un objetivo con el mismo espíritu sería alcanzar el nivel impositivo promedio de América Latina y el Caribe, que se encuentra alrededor de 19% del PIB, en contraste con 14% en el caso dominicano. Ese trayecto podría recorrerse con una hoja de ruta de 5 o 6 años, y tendría una triple virtud: conveniente, porque establece bases para un equilibrio fiscal en el mediano plazo; viable, pues nada nos impide alcanzar lo que ya se ha logrado en economías similares; y políticamente justificable, dado que se corresponde con el consenso al que se arribó con la aprobación de la estrategia.
¿Cómo llegar a esa meta? El impulso atávico es querer resolver el problema mediante el aumento de tasas tributarias, pero ese es un camino errado. Un análisis de la situación muestra que las tasas de los pilares tributarios del país ya están en niveles cercanos o mayores que los de economías comparables. En el caso del ITBIS, la tasa de 18% sobrepasa el promedio de 16% en América Latina y el Caribe; en el impuesto sobre la renta a las empresas, nuestra tasa máxima es de 27% versus un promedio de 22% en la región; en el impuesto a la renta personal, 25% versus 29%. Nuestro problema es la incapacidad de convertir las tasas legales en recaudaciones efectivas, lo que refleja evasión, elusión y exenciones. Por ejemplo, la tasa de evasión se estima por encima de 40% en el ITBIS (que representa 6% del PIB y sobrepasa el 30% de evasion en la región), las recaudaciones en el Impuesto Sobre la Renta son apenas entre 5 y 7% de las tasas legales.
En esas condiciones, un intento recaudatorio por la vía de aumentos de tasas sería dar coces contra el aguijón y un desatino que agudizaría la informalidad, inequidad y frustración. Por el contrario, metas de recaudación razonables podrían alcanzarse con poco o ningún cambio significativo de las tasas actuales, apelando a una combinación de reformas legales y administrativas de grandes proporciones que reduzcan la evasión y eliminen exenciones que claramente no pasan la prueba de razonabilidad. Si la tasa de evasión del ITBIS se redujera al nivel regional, se sumaría 1.7% del PIB; si las exenciones se limitaran al nivel regional, se agregaría otro 1% y si se lograra lo mismo con el Impuesto Sobre la Renta se obtendría al menos 1.2% adicional. Esto requiere un ejercicio minucioso y trabajo de carpintería y no una lista de artículos de ley con aumentos de tasas.
Un punto final se refiere al destino de los recursos. El uso más obvio -que algunos, erróneamente, toman como si fuera el único fin de una reforma- es reducir el déficit del gobierno para estabilizar la deuda y aliviar su costo financiero. Sin embargo, un uso de igual relevancia es viabilizar el aumento de la inversión pública, sin la cual es poco probable que el país pueda seguir creciendo al ritmo de los últimos decenios. Nuestro alto crecimiento se ha basado de forma predominante en la acumulación de capital, pues la productividad total sólo ha crecido de forma sosegada. Si bien el gobierno está impulsando estrategias nacionales de innovación y competitividad que podrían dar frutos, ellas constituyen un proceso paulatino al que no se debe pedir milagros repentinos. En el futuro cercano, el crecimiento dependerá de una mayor capacidad de inversión, que a su vez dependerá de un mayor aporte de la inversión estatal. De paso, esa inversión aminoraría cualquier impacto recesivo de las otras medidas, si lo hubiera. Por último, una fracción de recursos deberá destinarse a mejorar la provisión de los servicios públicos, desde agua y salud hasta seguridad ciudadana, que impactan en el bienestar de todos, especialmente de la clase media y de los más pobres.
Por supuesto, ningún cambio tendría sentido si no es acompañado por mecanismos para evitar las contra reformas que tradicionalmente han revertido los intentos de avances. La introducción de una regla fiscal razonable, la redefinición del subsistema de distribución eléctrica, la reconsideración del sistema de protección social y la reducción de los costos de la política monetaria son parte de una reforma fiscal integral, como también podría serlo la introducción de un capítulo inédito para aplicar correctivos tributarios a las externalidades negativas en el ámbito medioambiental. Para muchos, tal vez la mayoría, esas aspiraciones caen en el terreno del delirio, pero guardo conmigo la esperanza humilde de que no sea así.