La clase media trabaja mucho y molesta poco. Una clase media fuerte y mayoritaria es la mejor garantía para la paz social y el desarrollo de un país. Nadie discutiría eso. Por tanto, cuidarla debería ser prioridad del gobierno ante las incógnitas que despierta la próxima reforma tributaria. Para evitar que emigre, algo que está ocurriendo desde hace tantos años. Jóvenes muy bien formados que eligen marcharse a Estados Unidos, a Canadá o a Europa. Y proteger a potenciales empresarios que se rinden a las dificultades de establecer un negocio, claudican y buscan una salida en las “facilidades“ que encuentran enganchándose a la nómina pública.
Una clase media que no entiende por qué se insiste en que aquí no se pagan suficientes impuestos, cuando se tiene que solucionar los servicios básicos de agua, luz y transporte y pagar la salud y la educación además de unos impuestos no tan bajos a sus ingresos y consumo.
La clase media es el colchón social al que nadie ayuda. Los grandes, porque son grandes, se manejan. A los de abajo, porque no pueden, se les sostiene. Pero la clase media es frágil, basta una enfermedad catastrófica de un miembro de la familia para que se deslice.
Antes de presionar, el gobierno debe mandar un mensaje creíble de que va a achicar su gigantesca estructura. Todavía ese mensaje no se oye.