Te leí -dice Cucharita-. Me gustó el método que propones de deshojar las margaritas para saber qué reformas van primero. Aparte de eso, estoy molesto, desguañangado.
—¿De qué te quejas? —responde Abimbaito.
Mi pequeña parcela de plátanos, no se mantiene. Jinepre está acabando con mi magro porvenir. Los plátanos se venden en camiones estacionados en las calles de Santo Domingo a cuatro y a cinco pesos la unidad, todos con el mismo cartel de precio, como si una mano invisible los hubiera puesto de acuerdo.
—Cucharita, no es Jinepre sino Inespre. Averigua bien quién mueve esos camiones.
Alguien los mueve. Los intermediarios se aprovechan de esa referencia engañosa de precios y presionan a los productores a que los vendan en el campo a menos de tres pesos, porque dizque no pueden competir con el armazón urbano. No da ni para cubrir los costos. Encima ahora tenemos que si un ventarrón por aquí, que si otro por allá. Y un torrente: agua, agua, demasiada agua.
—Quizás sea casualidad. A veces sucede así.
¡Iluso, Abimbaito! Es aposta. Hasta prohibieron las exportaciones. Por suerte, esa disposición se derogó. Todo se dirige a deslumbrar a las masas urbanas votantes, sin compensar a los productores agropecuarios por el trabajo y riesgos que asumen. Se vive de la fantasía: en los supermercados los plátanos están por las nubes, también en los colmados. Ni consumidores ni productores quedan satisfechos.
—Pero, Cucharita, no veo a los agricultores quejarse, ni a las asociaciones pronunciarse. ¿Acaso están mudas? ¿Tienen miedo o esperan dádivas?
El espíritu del jefe sigue vivo. Y, si no, pregunta lo que sucede con la yuca.
—Dilo y déjate de misterios.
No hay demanda suficiente, o en sentido contrario, existe mucha oferta. Y en esas circunstancias Jinepri no actúa, cuando sí debería hacerlo, ¡carajo!
—Calma tu irritación, Cucharita. Te vas a hacer daño.
A lo mejor la culpa es de quienes vivimos en el campo. No tenemos peso electoral. No somos noticia. Lo seremos cuando solo queden los haitianos devorando lo que encuentren, y conviertan las tierras fértiles y montes en un erial.
—Mira, Cucharita, estoy convencido de que la intención de las autoridades es hacer las cosas bien hechas, pero errar es de humanos. ¿Propones algo?
Abimbaíto, estoy en cuenca, con los bolsillos averiados. El campo no tiene esperanza de encontrar quien lo redima. No hay rentabilidad, ni inversiones en infraestructura rural, en caminos, centros de recreo. Tampoco estímulos a la modernización. Sin una agropecuaria desarrollada no habrá nación, ni futuro que valga la pena vivirlo.
—Te siento deprimido. ¡Ánimo, mi amigo!
Por lo menos ahora tengo la tarjeta que en algo me alivia.
—¡Ah! Tienes tarjeta. Ni tan mal estás. Es signo de prosperidad. ¿De qué banco?
¡No ombe! Tengo de las tarjetas que da el gobierno para esto y también para aquello.
—Me parecía raro que tuvieras la de crédito. Estás instalado en la cultura del “dao”.
¿Y qué, Abimbaito? No compensa, pero alivia. Por eso pongo mi dinerito en la banca.
—Me sorprendes de nuevo. El ahorro es un buen hábito. ¿En qué banco?
¿En cuál va a ser? Nosotros los desguañangados nos aferramos a la banca de apuesta en busca del milagro que nunca llega.
—¿Acaso te sirve de consuelo?
No. A la Consuelo la tengo instalada en una cuartería con un aire acondicionado que me regaló quien fuera mi patrón. Se compró una unidad “inverter” y me dio la vieja que tenía, de alto consumo. La tengo prendida todo el día. No me cobran la luz porque vivo en zona deprimida. Mi pareja está contenta. Entre la disco del colmado que no deja dormir al vecindario, aire acondicionado gratuito, arrumacos, ron, da gusto, calentura. No lo dudes. ¿Qué me rodea la basura?, que la recoja otro.
-—¿Sabes lo que te digo, Cucharita? Habrá que enderezar muchas cosas, empezando por ti. Y siguiendo por lo público. Lo primero es hacer que cada institución del Estado y cada funcionario realicen su papel proactivamente, y cumplan con sus obligaciones a plenitud, impongan la autoridad y metan en cintura a los chivos y Mamutchivos sin ley.
¿Algo más, Abimbaito?
— Sí. Lo más importante es hacer bien las pequeñas cosas que cada cual tiene a su cargo. Y, después de acometidos esos “detalles” procede que las autoridades, robustecidas por el golpe de moral acumulado, planteen con inteligencia y ejecuten con tino las consabidas reformas. Y habrá futuro.
Todo se dirige a deslumbrar a las masas urbanas votantes, sin compensar a los productores agropecuarios por el trabajo y riesgos que asumen. Se vive de la fantasía: en los supermercados los plátanos están por las nubes, también en los colmados. Ni consumidores ni productores quedan satisfechos.