Max Weber, el destacado economista y sociólogo alemán, acuñó un término que describe perfectamente a muchos de los actuales y antiguos senadores, con las debidas excepciones: patrimonialismo de Estado.
Este concepto se refiere a un sistema en el que el poder y la administración del Estado están altamente personalizados y concentrados en manos de un líder o un grupo dominante. Tal como lo describió Weber, estos legisladores no diferencian claramente entre los recursos y bienes públicos y los que poseen privadamente. Así, no dudan en usar fondos fiscales como si fueran su propiedad personal, distribuyéndolos a su antojo.
Sin una fiscalización adecuada ni un sustento legal, utilizan el barrilito para dispensar favores basados en lealtades personales, adhesiones políticas u otras razones cuestionables. En el Senado han olvidado la buena administración y la transparencia, en una clara muestra de corrupción normativa. La verdadera función de un legislador dista mucho de la distribución arbitraria de favores y recursos. Su responsabilidad es legislar y, como parte del Estado, servir de contrapeso a las otras ramas del poder.
El barrilito fomenta el clientelismo y atenta contra la institucionalidad que debería garantizar la rama legislativa. El poder que los senadores reciben en las elecciones no incluye la subversión de la democracia ni la apropiación del erario para uso discrecional. No sería sorprendente que, en algún momento, una ONG o un individuo lleve a los senadores ante la justicia por el uso indebido de fondos públicos. En resumen, el barrilito es un acto ilícito y debe ser tratado como tal. Si el barrilito no presentara un evidente conflicto ético, todos los senadores lo utilizarían, dejando sin argumentos a quienes preguntan: ¿Más impuestos para que los políticos despilfarren más?