“Ayer no más, ser político era un deber patriótico; hoy es una profesión”. Esa frase la escribió Antonio S. Pedreira en 1934 en su célebre obra “Insularismo”, un ensayo en el cual se refiere a la incapacidad de los puertorriqueños de mirar hacia el resto del mundo y de su enorme voluntad para encerrarse en sus creencias, muchas de ellas erróneas, las cuales les impiden desarrollar su potencial social.
Se refería Pedreira en aquel entonces a los políticos de inicios del siglo XX y los comparaba con sus pares del siglo XIX, lanzando una dura crítica a su comportamiento poco ético. Decía Pedreira sobre la clase política de la época: “Compárese la política del siglo XIX con la del siglo XX y se verá el salto que ha dado de principio a oficio, de sacrificio a medro, de esfuerzo a logro. Antes dominaba un espíritu de programa; ahora, un interés personal, un privilegio oculto en cada paso”.
Y pregunto yo, ¿ha cambiado algo? En Puerto Rico nada de nada, de hecho, tras unos mediados de siglo XX excepcionales, con figuras como Luis Muñoz Marín, Gilberto Concepción de Gracia, Luis A. Ferré o Pedro Albizu Campos, lo cierto es que aquello anda de mal en peor.
¿Pasa lo mismo aquí? Claro que sí. La calidad del político ha ido en descenso en general y la apreciación de Pedreira hace casi un siglo sigue tan vigente hoy, como en aquel momento, con el agravante de que es un problema universal, no exclusivo de los estados inmersos en el insularismo que él describe magistralmente en su obra.
¿Podemos hacer algo al respecto? Por supuesto, pero el problema fundamental es que son los propios políticos los que pueden concretarlo. El desafío fundamental para nuestras sociedades es eliminar la carrera política en el sistema, que no es otra cosa que limitar los términos en los puestos electivos, no solo presidenciales, sino en las sillas congresionales, las alcaldías y las regidurías. Hay que devolverle a la política ese toque de deber patriótico y no de estilo de vida, porque así la democracia crecerá.