Los préstamos de otras lenguas suelen tener mala prensa.
A los que aspiramos a ser buenos hablantes se nos recomienda que los evitemos en lo posible cuando tengan un equivalente en español; es decir, que les huyamos como el diablo a la cruz a los préstamos superfluos cuando ya hay una palabra en nuestra lengua que expresa lo mismo.
Sin embargo, la memoria de la lengua española nos habla de cómo los préstamos, las palabras que adoptamos procedentes de otras lenguas, han servido para enriquecer su vocabulario disponible en muchos momentos de la historia.
La propia Ortografía de la lengua española nos recuerda que «una de las principales vías para la ampliación del léxico de una lengua es la adopción de voces de otros idiomas con los que los hablantes de aquella establecen contacto».
Y cada uno de estos préstamos tiene su biografía particular, más o menos larga y más o menos feliz. Todos se han ido adaptando a la lengua española en distintos grados. La mayoría se ha mimetizado de tal manera con nuestras palabras patrimoniales que ya somos incapaces de distinguirlos.
El abundante caudal de estos préstamos nos cuenta las vicisitudes de los hablantes de español, la larga historia de sus relaciones con otras gentes y otras lenguas.
Vamos a fijarnos en un grupo de palabras cuya historia les imprime una personalidad muy especial: los arabismos. Los arabismos tienen su origen en la lengua árabe y nuestra lengua los adoptó hace muchos siglos.
Recuerden que el árabe estuvo en contacto con el español recién nacido desde comienzos del siglo VIII, hasta prácticamente su mayoría de edad en el XV, casi ochocientos años.
Esta larga historia explica que, como nos cuenta Rafael Lapesa, el maestro de la historia de la lengua española, las palabras de origen árabe fueran, después de las latinas, las más numerosas en el voculario español hasta el siglo XVI.
Lapesa calcula que en nuestra lengua pueden contarse más de ochocientos arabismos, que han dado lugar a otros tantos derivados.
Las palabras nos hablan, y mucho, de las gentes que las usan, de las circunstancias de sus vidas, de sus avatares y faenas para sobrevivir, de sus triunfos y derrotas; nos hablan de sus alegrías y, a veces con más intensidad, de sus penas.
La historia de las palabras árabes en nuestra lengua comienza con la guerra, la que extendió y mantuvo la dominación musulmana en casi toda la Península Ibérica, pero se perpetúa gracias a la agricultura, la artesanía, la construcción, el comercio, las instituciones, las costumbres, los conocimientos; en resumen, gracias a la vida misma.
El repaso por las palabras que el árabe nos prestó –¿o sería mejor decir nos regaló?– está plagado de sorpresas.
Son hermosas, son útiles y son, desde hace tanto tiempo, tan nuestras que estoy segura de que lograrán sorprenderlos. Ojalá (del árabe hispano law šá lláh ‘si Dios quiere’) se animen a acompañarme, con la lectura de las próximas Eñes, en este recorrido extraordinario por los arabismos de nuestra lengua.