La controversia sobre la reelección y el mandato presidencial empezó en el país hace 180 años: con la Constitución de San Cristóbal de 1844. Auspiciada siempre con la finalidad de favorecer la permanencia en el poder del gobernante de turno, la reelección y la extensión del período de gobierno están a la base de 34, de las 39 reformas que ha tenido nuestro texto constitucional.
El artículo 95 de la Constitución de 1844 establecía que: “El presidente de la República es electo por cuatro años, y entra en ejercicio en las elecciones ordinarias el 15 de febrero; y en las extraordinarias, treinta días, a lo más, después de su nombramiento (…)” Por otra parte, su artículo 98 dispuso que “ninguno puede ser reelecto presidente de la República sino después de un intervalo de cuatro años.”
Pero la regla de duración del período presidencial (cuatro años) y la que prohibía la reelección consecutiva del presidente de la República, fueron objeto de una excepción establecida en la disposición transitoria del artículo 206. Dicho artículo disponía: “El ciudadano en quien recaiga la elección del Soberano Congreso Constituyente para la Presidencia de la República Dominicana, conservará su cargo durante dos períodos constitucionales consecutivos; en consecuencia, terminará su ejercicio el quince de febrero de 1852.”
Como se aprecia, pese a las previsiones establecidas como reglas en los artículos 95 y 98 constitucionales, las excepciones del artículo 206 permitían un mandato de ocho años consecutivos, sin elecciones, al primer Presidente de la naciente República. Se garantizó así de una suerte de reelección automática, sin necesidad de escrutinio popular, al término del primer período.
En estrecha relación con lo anterior está el hecho de que, por excepción a las previsiones sobre la elección popular del presidente, dispuestas por el artículo 96 constitucional, la disposición transitoria del artículo 205 posibilitó que, para el caso del primer gobernante, la elección estuviera a cargo del Congreso Constituyente. El transitorio en cuestión disponía que “El presidente de la República será electo por el Soberano Congreso Constituyente, que le recibirá juramento y quedará instalado en su cargo.”
Se puede afirmar que junto a la intercalación del artículo 210, que confirió poderes absolutos a Pedro Santana, esas excepciones a la regla de duración del mandato presidencial, a la prohibición de la reelección consecutiva y a la forma de elección del presidente de la República, se cuentan entre las razones del primer ejercicio dictatorial de gobierno en nuestro país.
Pero Santana fue solo el inicio con el que se abrió la puerta a una dilatada historia relativa a propiciar reformas constitucionales con la finalidad obstruir un principio clave de la democracia: la alternancia en el ejercicio del gobierno. Se tata de una cuestión que ha gravitado de manera decisiva sobre los momentos más sombríos de nuestra historia.
Junto a las cuestionadas decisiones financieras adoptadas por Buenaventura Báez en mayo de 1857, la cuestión de los poderes plenos y la continuidad de su ejercicio, se contaron entre las “cuestiones consideradas como básicas por los hombres del movimiento del 7 de julio”, que apostaron a la “sustitución de la Constitución reformada de diciembre de 1854” pues junto al artículo 210 de la Constitución de 1844 “no habían sido más que báculos del despotismo y la rapiña y el origen del luto y el llanto de innumerables familias” (citado por Manuel Arturo Peña Batlle).
La revolución de julio de 1857, ha sido considerada por el Doctor Roberto Cassá como la primera guerra civil que vivió el país “desde la creación de la República” y, como se ha visto, tuvo entre sus detonantes una reacción contra omnipotencia del poder y su continuidad.
La sucesión de reformas constitucionales para facilitar la reelección de un presidente que lo tiene prohibido, o para prolongar pura y simplemente su mandato, es una experiencia que se ha verificado en períodos de gobierno que abarcan tres siglos distintos: casi toda la segunda mitad del XIX, todo el siglo XX y lo que va del XXI.
Es una accidentada historia que se encuentra en el centro del golpe de estado del 23 de febrero de 1930 -como parte de las reacciones a las reformas impulsadas por Horacio Vásquez en 1927 (prolongación del mandato) y en 1929 (reforma para la reelección indefinida)-; de esa larga noche de 3Terminar1 años que fue la dictadura trujillista, y de lo que Víctor M. Media Benet denominó, en Los Responsables, el fracaso de la tercera República.
Pero no se trata solo de los severos traumas políticos que las reformas en pro de la continuidad en el gobierno han contribuido a causar en el país. Si bien ha habido aproximaciones coyunturales al fenómeno, todavía está pendiente de estudio del impacto que en la incertidumbre económica ha propiciado esta cuestión.
Y a pesar de todo lo anterior, en el país no hemos tenido un debate serio encaminado a diseñar mecanismos tendentes a dificultar la reforma constitucional para favorecer con la reelección a un gobernante en ejercicio. Ello a pesar de que la realidad ha sido tozuda en demostrar que la mera prohibición no es suficiente.
Por lo anterior, considero que la propuesta del presidente Luis Abinader de impulsar una reforma para, entre otras iniciativas, “blindar” el tema de la reelección presidencial en dos períodos y nunca más es, por la magnitud de los traumas que ha provocado a lo largo de tanto tiempo en el país, la más relevante y necesaria de cuantas se puedan concebir en esta coyuntura.
Esa iniciativa ofrece la ocasión para un amplio debate que la sociedad dominicana y su sistema político precisan tener. Por eso, aprovecho este artículo para rescatar una serie propuestas que formulé hace casi 6 años sobre el tema. Fue en una conferencia a la que tuve el honor de ser invitado por mi querido profesor de matemáticas, Don Cándido Almánzar López, en la Universidad Tecnológica de Santiago (recinto Mao) de la que es Rector. Lo hago con la esperanza de contribuir con la discusión sobre cómo frenar inveterada práctica de un gobernante que, con un impedimento constitucional expreso, se aferra a la idea de continuar en el ejercicio del poder por vía de una reforma.
Propuse, en primer lugar, establecer una cláusula que de manera expresa prohíba que un gobernante en ejercicio pueda beneficiarse de una reforma constitucional para reelegirse en el cargo.
En segundo lugar, que se debe incrementar la regla de mayoría en dos aspectos clave del proceso de reforma cuando su objeto sea la reelección: i) para aprobar la Ley que declara su necesidad, convirtiéndola en Ley Orgánica, y ii) para que en vez de con dos terceras partes de los presentes, la reforma con este fin tenga que ser aprobada por dos tercios de la matrícula de la Asamblea.
En tercer lugar, que se modifique el artículo 272 para incorporar la reelección presidencial como uno de los temas cuya reforma debe ser sometida a un referendo aprobatorio, como sucede con las reformas que versan sobre derechos, deberes y garantías, el régimen de la moneda y de nacionalidad, ciudadanía y extranjería, el ordenamiento territorial, y los procedimientos de reforma instituidos por la Constitución.
Si somos capaces de llevar a cabo las indicadas reformas, saldaremos una deuda de 180 años, sobre uno de los elementos de más recurrente perturbación política en el país. Asimismo, contribuiremos a: la renovación gradual del liderazgo, la circulación de las élites políticas, la alternabilidad sin accidentes en el ejercicio del poder y al robustecimiento del pluralismo político.
La revolución de julio de 1857, ha sido considerada por el Doctor Roberto Cassá como la primera guerra civil que vivió el país “desde la creación de la República” y, como se ha visto, tuvo entre sus detonantes una reacción contra omnipotencia del poder y su continuidad.