Por la boca muere el pez. En boca cerrada no entran moscas. La palabra hablada es plata; el silencio es oro. El silencio es el signo de sabiduría y la locuacidad es señal de la estupidez.
A veces es necesario guardar silencio para ser escuchado. Cuando tan torpe la razón se halla, mejor habla, señor, quien mejor calla.
La primera virtud es la de frenar la lengua: y es casi un dios quien teniendo razón sabe callarse. Después de la palabra, el silencio es el segundo poder del mundo.
El silencio es el gran arte de la conversación. Los silencios no prestan testimonio contra sí mismos. Si quieres oír cantar a tu alma, haz el silencio a tu alrededor. Manejar el silencio es más difícil que manejar la palabra.
El silencio es un amigo que jamás traiciona. Bienaventurados los que no hablan, porque ellos se entienden.
De la virtud del silencio ya nos ilustraron con los párrafos anteriores Pedro Alfonso, Pío Baroja, Calderón de la Barca, Catón, Clemençeau, Confucio, Eliot, Graf, Hazlitt, Huxley y Lacordaire, amén de la sabiduría popular expuesta en los anónimos.
No es, por lo oído, una virtud de ciertos dominicanos y de fementidos aspirantes a políticos. Mucho menos de cobardes agazapados tras las bambalinas de las redes, encogidos adefesios hablantes por boca de ganso.
A falta de dotes para rebuznar y con el buen juicio siempre en préstamo, se autoenvenenan con su garrulería. De ahí que Xenócrates aún conserve razón cuando sentencia: “ Me he arrepentido muchas veces de haber hablado, jamás de haber callado“.
A cuidar el gaznate.