Hay semanas que se llenan de luz por momentos. El pasado 23 de abril recibió el Premio Miguel de Cervantes, el más prestigioso en lengua española, el escritor Luis Mateo Díez, distinguido así como uno de los grandes narradores de la lengua castellana.
El jurado reconoce su condición de «heredero del espíritu cervantino, escritor frente a toda adversidad, creador de mundos y territorios imaginarios».
Ernest Urtasun, ministro de Cultura del Gobierno de España, lo expresó de una manera muy hermosa; el territorio imaginario que recorremos en las novelas de Mateo «es original y abierto, como un hogar que se amplía cada vez que se vuelve a él».
El paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, pueblo natal de Cervantes, ha sido, como cada año, el escenario perfecto para honrar a un creador literario extraordinario.
En su discurso de recepción del premio Luis Mateo nos ha hablado de su vocación literaria y de la influencia que Cervantes y su obra han tenido en su formación como escritor.
Ha vuelto la vista a su infancia para hacernos comprender que en ella se enraíza su vínculo con la lengua, la lengua materna, al fin, de la madre y de la tierra.
«He tenido la suerte de haber sido dueño de una infancia que encaminó mi destino de escritor», nos ha contado. Un cajón de libros requisados durante la Guerra Civil española, escondido en el desván de la casa familiar, fue su iniciación a la lectura.
A las páginas escritas se sumaron los relatos orales infinitos de su tierra natal leonesa, que continúan resonando en sus narraciones, y, sobre todo, en la trascendencia que para Mateo tiene el acto de escribir, el acto de contar.
Escritura y oralidad que encaminaron, como él mismo reconoce, «un destino irremediable como narrador». Y, ¿cómo no?, entre las lecturas, Don Quijote de la Mancha.
El manchego loco de leer prestó su imagen de antihéroe a los personajes que Mateo empezaba a pergeñar en sus relatos; esos personajes fascinantes de sus relatos, esos que él mismo reconoce que no le pertenecen, que se gobiernan a sí mismos, y a los que se entrega porque en muchas ocasiones siente que lo salvan de él mismo.
Qué naturalidad y qué frescor en un mundo de narcisistas oír decir a Luis Mateo: «Nada me interesa menos que yo mismo».
Si con Azorín reconocemos que «vivir es ver volver», volver a los clásicos, una y otra vez, es vivir y volver a vivir.
Recorrer territorios imaginarios, más reales e intensos que los cotidianos; recorrer Vetusta, de la mano de Clarín; recorrer Macondo con García Márquez; Comala, junto a Juan Rulfo; Región con Juan Benet, o, permítanme serle infiel al español solo por un momento, recorrer Yoknapatawpha con William Faulkner; recorrer, en fin, Celama, la comarca imaginada y paradójicamente tan real por la que caminamos con los personajes de Mateo Díez, es vivir y asomarnos a esa «ventana a lo más hondo y misterioso del corazón humano» que ha abierto para nosotros, sus lectores.