El morbo es un interés obsesivo por lo prohibido. En forma natural se revela como una fascinación por hechos socialmente censurados, violentos o perturbadores. La RAE lo define como una atracción por “lo turbio, prohibido o escabroso”. Y es que de alguna manera los humanos nos sentimos atraídos por lo desconocido/sensual/trágico. Algunos tienen recios autocontroles sobre tal compulsión; otros la viven como una propensión patológica, pero todos, con mayor o menor afectación, somos presas de su poder corrosivo.
Es retador sustraernos a ese “interés malsano” que de cuando en cuando nos mueve hacia personas, situaciones o cosas, por más íntegros que creamos ser. Es tan humano como el egoísmo. De hecho, la tentación original de la humanidad, según el Génesis, fue la sutil seducción a conocer lo prohibido. En palabras francas, se trató de una provocación al morbo.
Puede que el morbo pertenezca al reservorio de lo primitivo, eso que los teólogos cristianos llaman la “naturaleza caída”, o lo que Freud identificaba como el “ello”, allí donde “habitan” los miedos, los traumas y las pasiones.
En el ecosistema del social media, sin embargo, el morbo es la poderosa razón de sus interacciones; la intención velada que explica sus usos más dominantes: los semidesnudos de Instagram, la vida de apariencias exitosas de Facebook, la tirantez disimulada de Twitter y los instantáneos sensualismos de Tik Tok. Juntas recrean un universo de imágenes que, si bien rebasa la racionalidad para asimilarlo, queda escaso para llenar el hondo calado de los sentidos, por aquello de que los instintos no tienen fondo.
Develar la privacidad, como esfera reservada de vida, responde sobre todo al interés de calmar la curiosidad morbosa de un mundo sensorialmente sobreexcitado y manipulado por las redes de información y comunicación. Es que estas plataformas no son otra cosa que galerías de la intimidad personal, siendo, el morbo, el apetito básico de su consumo, de manera que, entre todos los contenidos, se prefieren aquellos que animan pasiones, deseos y admiraciones.
En ese mundo de lenguajes implícitos se arma un concierto simbiótico entre ego y morbo. Quien produce, busca aclamación, autoafirmación y no pocas veces provocar envidias; quien consume, lo hace, cuando no por ocio, por curiosidad morbosa. De ahí que no es casual que los sitios web más explorados por los dominicanos, después de Google y Youtube, sean pornhub.com, xvideos.com y xnxx.com. con cerca, estos tres últimos, de ochenta millones de visitas solo en el mes pasado.
Leo y escucho opiniones pavorosas sobre los contenidos digitales. Las posiciones más puritanas reclaman censuras draconianas, llevando a ciertas plataformas al patíbulo como responsables de la quiebra generacional de nuestro tiempo por los antivalores y el lenguaje moralmente ofensivo que promueven.
Creo que las redes retratan lo que somos como sociedad; desde ese ángulo, son efecto y no causa; son medio y no fin. Uno de sus valores expresivos esenciales, además de la democratización de la opinión, es servir de espejo social. Restringir lo que a través de ellas se produce es autonegar lo que somos; buscar la fiebre en la sábana. Cuánto quisiéramos que los jóvenes dominicanos visitaran Google Scholar, Microsoft Academic Search, YouTube Education, Education Resources Information Center (ERIC), Dialnet u otros sitios web académicos o científicos; pero no, el desarrollo educativo y motivacional apenas les alcanza para seguir la farándula urbana de Santiago Matías -Alofoke- (1,605,786,466 millones de vistas) el ocio creativo de Carlos Durán (casi 1,095,309,978 millones de vistas) y otros canales que replican miméticamente la temática urbana de Alofoke.
Esos canales, de simples producciones artesanales han pasado a ser grandes negocios multimedios que necesitan ratios de visualizaciones para mantener sus estructuras de costos, innovaciones y rentas a través de las monetizaciones -operaciones generadoras de ingresos a partir de los contenidos en línea-. De ahí que pocas actividades son espontáneas en ese entorno, ya que están estratégicamente ordenadas para producir visualizaciones y mantener flujos monetarios.
Nace así el escándalo como marketing: las peleas y “tiraderas” entre los talentos femeninos de esos programas; las groseras intromisiones a la vida privada entre las “celebridades” de su propio mundillo; el lenguaje procaz y otros villanos recursos como surtido de herramientas histriónicas para generar visualizaciones y …para producir dinero. Molesta entonces que, con base en unos contenidos calificados como “chatarra”, algunos se estén haciendo millonarios, cuando producciones, obras y talentos de valor social perecen sin patrocinio ni gestión cultural del Estado.
Me parece que se nos hizo tarde. Estamos muy adentro. Con las plataformas hay que convivir para bien o para mal. Y no es una simplona validación a sus contenidos; es que, frente a una realidad global tan ineludible, todo lo que podamos hacer localmente siempre será simbólico.
No quiero entrar en el abordaje jurídico de las filtraciones de los contenidos en las redes, cuestión que ha generado vivas controversias en el contexto de regulaciones y de concepciones doctrinales en el mundo -ese será tema de próximas entregas-. Adelanto, sin embargo, que no abogo por censuras previas –ex ante-, sobre todo si se considera que el Internet nace bajo la sombra de la neutralidad de la red como principio y según el cual toda la información debe ser tratada sin discriminación. Creo, en cambio, que las regulaciones deben ser de “control de daños” -ex post– por vía jurisdiccional (tribunales), a menos que haya un ejercicio abusivo a la libertad de expresión que contravenga valores constitucionales supremos, seguridad, orden público y buenas costumbres.
Más que en la censura, se debe pensar en la competencia; en promover contenidos distintos que abran opciones más diversas de elección y de mayor nivel que el simple ocio. Entre tanto, nos cuesta tolerar lo que hay, convencidos de que, al final, la decisión de ver u oír será siempre de nosotros y …punto.
Es retador sustraernos a ese “interés malsano” que de cuando en cuando nos mueve hacia personas, situaciones o cosas, por más íntegros que creamos ser. Es tan humano como el egoísmo.