Recientemente, el ministro de Educación, Ángel Hernández, hacía hincapié en la importancia vital de la familia en la formación ciudadana. Implícitamente, instaba a revitalizar la conciencia sobre ese papel, cuya negligencia conlleva serias consecuencias.
Este tema, a menudo subestimado, es central: la familia constituye el punto de partida del proceso de socialización, donde se inculcan los valores que moldean la integración y participación en el colectivo. Insistimos demasiado en el aula. ¿Ley del menor esfuerzo? Peor: hay en esa porfía una abdicación de responsabilidades anejas a la buena ciudadanía. Aunque se endose a la escuela cargas que no son enteramente suyas, es erróneo pensar que el Estado o la familia pueden suplantarse mutuamente; ambos se complementan.
Junto a las normas y valores, la familia también proporciona habilidades sociales y apoyo emocional esenciales para una inclusión efectiva en la sociedad y la cultura. Es comprensible, pues, que el ministro Hernández insista en este núcleo indispensable para la vida en comunidad, entorno donde los niños adquieren habilidades básicas de comunicación, colaboración, resolución de conflictos y empatía, fundamentales para interactuar adecuadamente con los demás. Muchos de los problemas que enfrentamos hoy tienen raíz en deficiencias identificables en numerosos hogares dominicanos y que suelen reproducirse en una suerte de círculo vicioso.
No sobra afirmar que la familia es la primera y más influyente institución educativa, transmisora de creencias y tradiciones que configuran la percepción de uno mismo y la relación con el entorno social. Asimismo, es en el confín familiar donde se internalizan las expectativas y roles de género, mediante la observación y participación en actividades hogareñas específicas. La calidad de las interacciones familiares condiciona en gran medida la confianza, expresión del afecto y manejo constructivo de las emociones. ¿Hay otra escuela mejor?