Durante el período de las transiciones democráticas en América Latina, el cual abarcó desde finales de la década de los setenta hasta principios de la década de los noventa, se llevó a cabo un debate teórico y político sobre las condiciones propicias para la transición del autoritarismo a la democracia, así como sobre los factores que contribuirían a su viabilidad y consolidación. En un primer momento se hizo énfasis en los llamados factores estructurales, tales como los antecedentes históricos y las condiciones socioeconómicas, entre ellas el desarrollo de una vibrante clase media. Luego, con las transiciones en curso, se desarrollaron tres enfoques que pusieron atención no tanto en las condiciones estructurales, sino en factores de otro tipo que en aquellos tiempos se calificaban como superestructurales. Uno de esos enfoques le dio mayor importancia a los pactos políticos entre las élites que fijaran las condiciones de la transición y sentaran las bases de la consolidación futura; otro planteó la necesidad de desarrollar una cultura democrática que se correspondiera con las pautas legales e institucionales de la democracia; mientras que otro destacó el diseño institucional como factor clave para propiciar la participación, la estabilidad y la gobernabilidad.
Visto en retrospectiva, estos enfoques se complementan unos con otros, pues no hay una sola explicación de cómo y por qué los regímenes democráticos surgen, se desarrollan y consolidan. No hay, pues, un enfoque general válido para todos los procesos, sino que es necesario entender los contextos particulares para identificar los procesos y los factores que contribuyen, positiva o negativamente, a la transición y la consolidación de la democracia. Este es un viejo debate que comenzó con Alexis de Tocqueville a principios del siglo XIX, quien señaló que, en balance, los factores culturales (las costumbres, lo que él llamó “los hábitos del corazón y los hábitos del espíritu”), así como legales/institucionales, tenían más importancia que las condiciones físicas y socioeconómicas de una sociedad en el desarrollo de la democracia.
Estas consideraciones vienen al caso a propósito de la modalidad de separación de elecciones que se adoptó en la Constitución de 2010 y su posible impacto en la motivación y participación del electorado. En las dos ocasiones en que se ha puesto en práctica el modelo vigente (separación de las elecciones con sólo tres meses de distancia) se ha producido un nivel de abstención que debe llevar a preocupación y reflexión.
En el debate puntual sobre la abstención en las recién pasadas elecciones, hay quienes la minimizan diciendo que es normal que en unas elecciones municipales haya menos participación (lo cual suele ser cierto), mientras otros la magnifican para mostrar debilidad en el triunfo del partido de gobierno y sus aliados. No obstante, hay un hecho que no puede soslayarse: una abstención de 63.19 % en el Distrito Nacional, 66.35 % en Santo Domingo Este, 67.92 % en Santiago de los Caballeros, 61.25 % en Santo Domingo Norte, 63.95 % en Santo Domingo Oeste y 57.04 % en La Vega, siendo éstos los municipios más poblados, no puede considerarse un hecho irrelevante en la vida política dominicana. Se podrá alegar, con razón, que el promedio de la abstención a nivel general en las municipales de 2024, un poco por encima del 50 %, fue más o menos similar a las de 2020, pero esto no puede llevar a minimizar el desplome en la participación que ha ocurrido en los grandes centros urbanos, en los cuales, dicho sea de paso, los dos principales polos electorales desplegaron esfuerzos extraordinarios.
Una explicación de esta elevadísima abstención en los grandes centros urbanos es que se ha producido una apatía, un desapego y una desmovilización del electorado porque éste no se siente interpelado por los partidos políticos que compiten para ganar su favor. De ser así estaríamos ante una preocupante crisis de representación política que podría tener efectos muy perniciosos en la política dominicana en el mediano y largo plazo. Cuando las masas electorales se encuentran sin hogar político, es decir, han roto sus amarras con los partidos que históricamente las representaban, entonces se crea un terreno fértil para que surjan opciones populistas, de derecha o izquierda, que movilizan al electorado que ya no se siente cobijado en los partidos políticos. Los ejemplos abundan de que fenómenos de este tipo representan una seria amenaza a la institucionalidad democrática.
Aquí entra en consideración la cuestión del diseño institucional. Sin duda, las instituciones incentivan o desincentivan ciertos comportamientos. No es que las instituciones por sí mismas resuelven los problemas políticos de la sociedad, pero sí pueden contribuir a encauzarlos de mejor o peor manera. El punto es que celebrar elecciones municipales apenas tres meses antes de las elecciones presidenciales y congresuales constituye un desincentivo para que el electorado participe en el proceso electoral municipal, pues sabe que, en sólo tres meses, vendrán otras elecciones que, para el entender de todos, son más importantes que las primeras. El problema es que una vez el electorado se desconecta y desentiende del proceso político-electoral genera un comportamiento que se puede convertir en hábito, lo cual es extremadamente perjudicial para el buen funcionamiento de la democracia.
Hay ciertos mitos con relación a la separación de elecciones. Unos dicen que se hace para evitar el arrastre, pero no puede haber más arrastre que el que hubo en estas elecciones municipales, las cuales, incluso, precipitaron la competencia presidencial, ya que los candidatos presidenciales se lanzaron al ruedo como parte de la campaña municipal. En otra época se abogó por la separación de las elecciones presidenciales de las congresuales para propiciar una representación congresual que le hiciera contrapeso al Poder Ejecutivo, sin tomar en cuenta que esa es una fórmula expedita para generar una conflictividad entre poderes que termina socavando la gobernabilidad política, como ha ocurrido en varios países de América Latina.
En un país pequeño como la República Dominicana es perfectamente posible unificar todas las elecciones y distinguir los niveles de elección con el diseño de la boleta electoral. Pero si se quiere dar vida a la democracia municipal, lo cual es un objetivo válido, mejor sería separar las elecciones municipales de las presidenciales y congresuales, pero con dos años de diferencia. De este modo, la competencia electoral municipal podría tener una vida propia, más arraigada en lo local y menos influida por la política nacional y la competencia presidencial. En todo caso, lo que sí está claro es que el diseño institucional vigente crea un gran desincentivo para la participación en las elecciones municipales, además de que produce, aunque sea puntualmente, un impacto de reflujo, pérdida de entusiasmo y hasta de desactivación política en el trayecto hacia las elecciones presidenciales y congresuales, lo que no es, para nada, algo que se deba propiciar.
Cuando las masas electorales se encuentran sin hogar político, es decir, han roto sus amarras con los partidos que históricamente las representaban, entonces se crea un terreno fértil para que surjan opciones populistas, de derecha o izquierda, que movilizan al electorado que ya no se siente cobijado en los partidos políticos. Los ejemplos abundan de que fenómenos de este tipo representan una seria amenaza…