Estoy en la fila para entrar a Santiago de Chile, una señorita, que imagino se ocupa de los pasajeros, se me acerca y me pide que la acompañe y me lleva a otro corredor para ancianos y personas con problemas motores.
Mi primera reacción fue negarme, pero ella con una sonrisa educada casi me obligó a aceptar. Me miró las manos y sé que estoy viejo, mi piel seca, ya casi sin pelos y el rostro con una serie de marcas producidas por el paso del tiempo, algunas por alegrías, otras por tristezas que acompañan este transitar.
Un grupo de jóvenes pasan casi corriendo a mi lado, me miran y algunos sonríen como entendiendo que algún día si tienen suerte llegarán a estar como yo. Devuelvo la sonrisa, aun me quedan dientes para no perder el encanto.
Me gustaría decirles que aprovecharan el tiempo, que tomaran conciencia de la dicha de este momento donde se forjan todos los sueños, donde el amor es siempre primavera.
No me atrevo, sería de verdad un viejo metiche y no lo entenderían, como yo tampoco lo hubiera entendido si en mi tiempo alguien de mi edad me lo hubiera dicho.
La risa del grupo es contagiosa, tienen la belleza de la juventud donde creemos que somos inmortales, una agilidad espantosa que envidio, se mueven con gracia.
Me conducen por una fila especial y agradezco. Un espejo colocado al descuido me deja ver mi rostro, barba, agotamiento por el largo viaje reflejada en mi mirada cansada, la camisa arrugada y una boina mal puesta que se va de lado.
Sí, soy un anciano, me digo, qué culpa tengo de no sentirme así por dentro, de tener aun deseos de conquistar al mundo, de seguir soñando y pensando que la vida vale la pena vivirse en todo su esplendor.
Sí, soy un anciano y agradezco la oportunidad que me ha dado el creador de haber llegado más o menos bien a estos maravillosos años donde puedo contemplar con alegría el camino recorrido, no tengo envidia de nada, agradezco todo, quisiera seguir abrazando mientras brazos tenga y bendiciendo así en cada abrazo a quien lo reciba.
Soy un anciano que no tiene miedo al regreso, es más, diría que lo espera sin prisa entendiendo la misión de la vida, que ha vivido intensamente cada segundo que ha tenido y que ha podido hacer casi todo lo que se había propuesto.
He vivido a tope, entregaré mi cuerpo gastado como entiendo debe ser y jamás he perdido la esperanza.
Mi abuela tenía razón cuando bailaba un merengue sus 94 años, la juventud se acaba cuando tú quieras. El cuerpo puede envejecer, pero mientras tu mente y corazón no se den por vencidos, habrá luz y gozo en tu vida.
Al cruzar la puerta de salida del aeropuerto escuché las voces de los jóvenes enardecidos que celebraban con canciones su llegada. En ese momento me di cuenta de que estaba viviendo la mejor edad de mi vida, la de estar vivo.
Juventud, divino tesoro…
Sí, soy un anciano, me digo, qué culpa tengo de no sentirme así por dentro, de tener aun deseos de conquistar al mundo, de seguir soñando y pensando que la vida vale la pena vivirse en todo su esplendor.