Empezó en Francia hace varias semanas. Miles de agricultores se lanzaron a las calles y carreteras para protestar por sus precarias condiciones de vida, en comparación con la de otros trabajadores y empresarios que viven y tienen sus intereses en las metrópolis. Bloquearon los caminos con miles de sus tractores. Paralizaron la entrada de camiones con frutos y verduras provenientes de España por lo que entienden competencia desleal. Y en algunos casos vaciaron los productos de los contenedores a las carreteras causando daño millonario.
Otros países europeos secundaron a los franceses. Y ahora es en España donde las protestas alcanzan virulencia y se extienden a las urbes.
Esto ocurre a pesar de que, en comparación con sus pares latinoamericanos, o dominicanos para no ir tan lejos, los agricultores europeos disfrutan de un nivel de vida envidiable.
Compararse con el mundo subdesarrollado no los satisface. Su mundo es otro. Han alcanzado cotas próximas a las de la sociedad del bienestar. Pero observan que producir alimentos es una actividad de vida dura, menor prestigio y precario rendimiento. Constatan que, con el paso del tiempo, pierden calidad de vida comparada.
Hay una España vacía, la rural. Los pobladores abandonan sus pequeños pueblos para irse a las urbes y disfrutar allí de todas las inversiones públicas y privadas que hacen más llevadera la existencia: infraestructura, servicios, entretenimientos, seguridad, oportunidades.
Hay cientos de hermosos pueblos españoles que se están quedando sin vecinos, con sus viviendas sin valor. Algunos están siendo aprovechados por inmigrantes, sobre todo marroquíes, para establecerse y cobijar una mano de obra con vocación de permanencia y de colonización.
Y mientras los agricultores alzan su voz airada el liderazgo de esas naciones no cae en cuenta de que la colonización de sus pueblos y tierras por los inmigrantes es la mayor amenaza que tienen encima. La población europea se estanca, las parejas no quieren tener hijos para disfrutar de la vida y de la tranquilidad que les otorga la seguridad social y el sistema de salud, mientras que los inmigrantes se reproducen, y si no, continúan llegando para llenar el vacío poblacional.
Pero ¿de que protestan los agricultores españoles? Demandan “garantizar precios justos que cubran los costes, combatir la competencia desleal de países terceros cuyas importaciones tienen requisitos más laxos y poner fin a la asfixia burocrática y medioambiental de la Política Agraria Común (PAC) y la Agenda 2030”.
Uno de esos elementos es una queja común a todos los agricultores del planeta. Ni allá, ni mucho menos aquí, existen precios justos para los productos del campo. El margen con que operan es tan estrecho que apenas alcanza para sobrevivir.
La ciudad vive del campo. Las cadenas industriales y de comercio absorben su plusvalía. Los gobiernos colocan exacciones, privilegian sus inversiones en las urbes, y contemplan con buenos ojos (en algunos casos lo fomentan) que los productos agrícolas lleguen a precios bajos a los mercados, aunque sean insostenibles para garantizar la producción. En esa amalgama de intereses se cobija el enemigo común de los agricultores en todo el planeta.
Contrario a nosotros los dominicanos que en muchas ocasiones ponemos por delante lo extranjero, los agricultores españoles proclaman: “Queremos producto español, no de terceros. Sin agricultura y ganadería, tu mesa está vacía”.
Es decir, prefieren cerrar la frontera a la competencia y que el mundo conste de esferas separadas donde unos tienen derecho a la vida con confort mientras otros solo lamen sus miserias, en vez de admitir la necesidad de que cada cual produzca según sus ventajas relativas.
Eso sí, su aspiración es clara y se corresponde con una demanda universal de los agricultores, la de que “nuestros productos valgan lo que tienen que valer”.
Su malestar lo explican en estos términos: “el gasóleo está carísimo, los herbicidas están carísimos, todo está carísimo. Una rueda, una avería, cualquier cosa. Ha subido todo al doble. Si vas a comprar maquinaria nueva, ha subido un disparate. No es rentable. Los que más perdemos somos los agricultores, el primer eslabón de la cadena. La culpa la tiene el Gobierno por no aplicar los precios mínimos. No es tan difícil hacerlo, pero no le interesa, porque si se aplica la Ley de la Cadena Agroalimentaria subirán todos los precios aún más”. Como se sabe el hilo se rompe por la madeja más delgada.
Exclaman: “Si esto sigue así, España se quedará vacía y todo el campo será un erial”. Me pregunto: ¿será premonitorio o habrá tiempo de ponerle remedio?
Y, a todo esto, ¿qué dicen los agricultores dominicanos y sus organizaciones representativas? Su voz no se escucha.
La ciudad vive del campo. Las cadenas industriales y de comercio absorben su plusvalía. Los gobiernos colocan exacciones, privilegian sus inversiones en las urbes, y contemplan con buenos ojos (en algunos casos lo fomentan) que los productos agrícolas lleguen a precios bajos a los mercados.