Desde el siglo IV, en los tiempos de Constantino, la Iglesia católica ha sufrido la división de sus entes jerárquicos, a causa de su renovación. El Edicto de Tolerancia buscaba defender a la Iglesia romana, al mismo tiempo que urgía a producir cambios en la forma de ejercer su apostolado. Era la época en que muchos monjes huían a los montes temerosos de que los hicieran obispos (Aún, hoy en día sacerdotes y congregaciones no consienten estas distinciones pastorales). La iglesia jerárquica recibía los privilegios del régimen imperial, mientras que clérigos y laicos padecían las coacciones del poder político. Los casos de san Atanasio de Alejandría y san Juan Crisóstomo, en Constantinopla, fueron ejemplares, resistiendo esas formas de vida eclesial, sufriendo el exilio y la persecución por predicar el evangelio de la pobreza y la oración, y enfrentando el afán de movilidad social de los prelados.
Esta situación dio origen a cuatro concilios ecuménicos: Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia, entre los años 325 y 451, con la finalidad de combatir el movimiento herético que se manifestaba dentro de la Iglesia, crear nuevas reglas de fe, formular aspectos renovadores de la doctrina y mejorar la disciplina interna. Uno de los mejores estudiosos del catolicismo, Lawrence S. Cunningham, escribe que con esos concilios “deseaban asegurarse de que los obispos fueran hombres de valía y no arribistas de dudosas cualidades morales”.
Posterior a estos concilios, y siempre para oponer resistencia a las violaciones a la doctrina y al ejercicio pastoral, se sucedieron otros eventos. Por ejemplo, la Reforma Gregoriana -llamada así por el papa Gregorio VII- en el siglo XI, que produjo cambios contundentes como el celibato del clero, la transmisión de las posiciones a los hijos, no solo de los obispos sino de los sacerdotes mismos, y sobre todo la eliminación de la simonía, como se denominó la práctica de comprar y vender cargos eclesiásticos. Fue con la Reforma Gregoriana que se impulsó la vida evangélica, cuyos principios habían sufrido deterioros visibles, dando paso a la reforma monástica -los monjes cistercienses y cartujos nacen en esta etapa- y creando medios para la pobreza evangélica y la predicación, con san Francisco de Asís y santo Domingo y sus movimientos franciscanos y dominicos a la cabeza. Durante cuatrocientos años los diversos pontífices convocaron 10 concilios para impulsar reformas en la vida de la Iglesia. De esos concilios, cinco se celebraron en la catedral de San Juan de Letrán, en Roma, dedicados a combatir el alcoholismo entre los clérigos, la custodia en los templos de objetos profanos, los abusos en los tribunales eclesiásticos, la usura, la reforma de la curia papal y el colegio cardenalicio. Sin embargo, las malas prácticas eran tan persistentes y los grupos contrarios a las reformas tan poderosos, que estos diez concilios no lograron detener el cisma que se produjo cuando el monje agustino Martín Lutero fijó sus 95 proclamas en la puerta de la iglesia de Wittenberg, Alemania, dando inicio a lo que se conocería luego como la Reforma Protestante, de donde provienen todas las confesiones cristianas fundadas a partir de entonces y que siguen surgiendo, como sectas, hasta nuestros días.
A pesar de todos estos eventos reformadores de la práctica eclesial, la Iglesia católica siguió padeciendo embates internos y externos, y en el siglo XIV se produjo el Gran Cisma que originó el gobierno de tres papas, simultáneamente. Con la Reforma Protestante, que se basó en realidades objetivas de una catolicidad salpicada de inmoralidades y abusos, surge el Concilio de Trento, que duró 18 años (1545 a 1563), y cuya finalidad era terminar con las herejías que amenazaban la unidad de la Iglesia. Este objetivo conllevó una nueva reforma del clero. Fue ese concilio el que estableció que para ser cura había que formarse en un seminario. Hasta entonces, los sacerdotes o eran designados, o como anotábamos, era un derecho sucesoral, de padre a hijo, aunque ambos no tuviesen ninguna formación para ejercer el apostolado religioso. De hecho, la Iglesia andaba un poco desordenada, con las órdenes sacerdotales que no cumplían sus votos, y Trento establece aspectos tan relevantes como la elaboración de un nuevo catecismo, el Index de libros prohibidos y la revisión, por autoridades eclesiásticas autorizadas, de cualquier libro religioso que se publicase, el ya desaparecido Nihil Obstat. Es entonces cuando surge la Compañía de Jesús quien entra a poner orden en la Iglesia, tanto en el ámbito intelectual como en el espiritual. Ignacio de Loyola emprendió la tarea de consolidar la fe con sus “Ejercicios espirituales”, al tiempo que los jesuitas se constituían en defensores del Papa y guerreros de la Iglesia universal, con algunas condiciones: no llevaban hábito, rehusaban los nombramientos eclesiásticos, su formación no contemplaría solo lo estrictamente espiritual sino que abarcaría lo propiamente intelectual, y se prepararon para la labor misionera, de modo que, por primera vez, existió una orden sacerdotal cuyos miembros estaban dispuestos a situarse en cualquier parte del mundo donde los enviase el Papa. De este suceso transformador y regenerador de la Iglesia hace ya 484 años. Los jesuitas fueron los que enfrentaron las apuestas de los reformadores, con una apologética que defendía la fe católica y que impugnaba el cristianismo protestante. Casi al mismo tiempo, entran las mujeres al ruedo con la constitución de órdenes religiosas que se adelantaron, en mucho, a los movimientos feministas de hace unas pocas décadas. En el siglo XV ya las mujeres abrían sus procesos de inmersión en la Iglesia, con votos de pobreza, castidad y obediencia, tres factores ausentes desde hacía siglos en el ámbito eclesial de varones, a más de ejercer la caridad, el servicio a los pobres y a los enfermos. Más tarde, se especializarían en la gerencia de centros hospitalarios y comunidades educativas.
Pero, llegaron las sombras de nuevo. Tras la revolución francesa, la Iglesia fue sacudida por las ideas en boga. El Papa perdió visibilidad y poder y, prácticamente, vivió por años enclaustrado en el Vaticano. Era la época en que el debate social y político se centraba en los “ismos”: panteísmo, racionalismo, indiferentismo, socialismo. La Iglesia contraatacó. Salió de su autoexilio forzado y enfrentó la corriente moderna. El Concilio Vaticano I sacó del silencio a la curia romana y se hizo de nuevo posible atender el magisterio del Papa. Pasarían muchos años, y saltando muchas páginas en su historia, cuando el 11 de octubre de 1962 se abre el Concilio Vaticano II, en el pontificado de Juan XXIII. Ya había iniciado la segunda parte del siglo XX y la Iglesia comenzaba a crear las condiciones para el aggiornamento que había enfrentado en el siglo XVIII. Era necesario descubrir los “signos de los tiempos” y adaptar a la Iglesia a la nueva realidad. Los objetivos del cónclave se resumían en los siguientes: consolidar la fe en los creyentes (los cursillos de cristiandad en los adultos, y de vida, en los jóvenes, fueron proyectos de logros evidentes en este proceso); atender los reclamos de la época en curso; abrir más la Iglesia a todo creyente, sin excepción, y producir una apuesta creíble en el aún difícil proceso de unidad de las distintas confesiones cristianas y monoteístas.
Escribe Cunningham que la Iglesia, sin perder su “santidad esencial” siempre ha estado plagada de defectos. “Sabe que en esta vida ya los primeros discípulos de Jesús demostraron ser imperfectos y, en ocasiones, hasta cobardes. Sabe que en la historia de la Iglesia narrada en el Nuevo Testamento hay lapsus morales, disensiones y luchas partidistas…solo en el Juicio Final el Juez de todos nosotros separará a las cabras de las ovejas y al trigo de la mala hierba”.
A la luz de esta historia brevísima de sus reformas, evaluemos el reciente escándalo producido en la Iglesia católica por la Declaración Fiducia Supplicans, sobre el sentido pastoral de las bendiciones, el próximo viernes.
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EL CATOLICISMO
Lawrence S. Cunningham, Akal Editores, 2014, 269 págs. Una introducción a la historia del catolicismo, escrita, de forma sencilla y atractiva, por este conocido teólogo estadounidense, que ofrece respuestas a innumerables cuestiones sobre la Iglesia y su desarrollo.
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HISTORIA DE LA IGLESIA
José Uriel Patino Franco, Editorial San Pablo, 2015, Tres tomos: 1,082 págs. Un camino hacia las fuentes primigenias de la Iglesia católica, su universalización, sus reformas, su presencia en la modernidad. Los pasos hacia sus cambios necesarios y la paradoja de la falta de asimilación.
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LUTERO, CALVINO Y TRENTO
Fernando Díaz Villanueva y Alberto Garín García, Editorial Sekotia, 2022,, 150 págs. Una inteligente conversación entre un historiador y un arqueólogo sobre los alcances de la reforma luterana, los desconocidos procesos reformadores previos y la renovación de la Iglesia católica.
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CATOLICISMO Y PROTESTANTISMO COMO FORMAS DE EXISTENCIA
José Luis L. Aranguren, Editorial Biblioteca Nueva, 1998, 227 págs. El famoso filósofo y ensayista español busca respuesta a la pregunta de en qué se diferencian los católicos de los protestantes. La influencia de la religión en la conformación del hombre, más que ninguna otra condición.
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VIDA DE SAN FRANCISCO DE ASÍS Y UN PRÓLOGO POLÍTICO
Álvaro Pombo, Ariel, 2015, 189 págs. Uno de los maestros de la literatura española contemporánea se aventura a escribir la biografía de quien llama “uno de los más grandes creadores de la sensibilidad europea”. Escrita con “una notable mezcla de atrevimiento, seriedad y simpatía”.