Nos llegan por millares cada año después de purgar sentencias (cortas y largas) desparramados a todo lo largo, ancho y ajeno de la geografía norteamericana. Son esos exmalvados dominicanos que pagaron por sus delitos y cuya redención no alcanza para el derecho a residir en los Estados Unidos. Cárcel y deportación van de la mano. Los califican como dominicanos simplemente porque nacieron en la tierra que más amó Colón.
¿Dominicanos? Sí, pero doblaban, recordando a Rousseau, como un “buen salvaje” antes de emigrar: en el norte solo otorgan residencia permanente a ciudadanos sin antecedentes penales. Ergo, su arte criminal lo aprendieron allá. Dominicanos por nacionalidad, criminales por culturización.
Lo que define al individuo, entiendo, es el proceso de socialización, ese estadio de la vida en que se interiorizan valores, interacciones, aprendizajes y reglas y se genera la adscripción al grupo. Muchos de esos deportados se educaron y crecieron alejados del terruño nativo. Hay casos en que el idioma español les resulta ajeno y todo lazo familiar se encuentra en el lugar de donde los expulsan.
Parte de la basura social que los Estados Unidos barre hacia la RD comporta problemas adicionales de contaminación. También en el delito aplica la marcada diferencia en los niveles de desarrollo. Un criminal formado en Nueva York tiene más recursos para poner en jaque a la autoridad que un desvalido social de un barrio marginado dominicano.
¿Cómo contribuir a que el daño no sea mayor? Pues con programas de reinserción patrocinados por la sociedad donde el delincuente se desarrolló y cometió el delito que lo llevó a la cárcel. Y de vuelta al país de donde partió, adulto o pequeño, sin haber roto un plato.