Volver es tango cargado de nostalgias y de la angustia que suele acompañar a este género musical. Siempre se vuelve al primer amor, sin que importe la huella de los calendarios en la frente marchita y se acepte por ya sabido que la vida es un soplo. Contrario a las letras del poeta Alfredo Le Pera, también hay regresos sin el lastre de traumas y arrepentimientos. A veces la partida pinta solo un trazo más en el dibujo de la vida.
¿Veinte años no son nada? Casi exactamente el hiato entre hoy y mi última columna, en esta misma página, en este mismo rincón del papel del periódico que inauguré como su primer director.
Volver es episodio evangélico, el de aquel hijo pródigo que luego de aventuras sin rastros retorna al hogar abandonado; y al regreso encuentra allí la benevolencia del padre y no reconvenciones. El buen hijo a su casa vuelve.
Volver es apuesta por el futuro, olvido de los agravios del pasado si los hubiere, y, calmadamente, retomar el hilo en el presente: como decíamos ayer. Al estilo de Fray Luis de León, vencedor de la Inquisición. O de Miguel de Unamuno, al recuperar su cátedra en la Universidad de Salamanca.
Volver dobla como empeño en proseguir tareas que nunca tuvieron fin y, al amparo de las experiencias, acometerlas con pasión renovada, imbuido de la serenidad que adviene con los años.
Volver, sin que medie el impetuoso “I shall return” de MacArthur, es esfuerzo para llevar a término viejas ideas que siempre serán nuevas, desembarazarse de dudas, reconectar con uno mismo, dispuesto a aprender con humildad.
Volver a un lugar donde hemos sido felices, Octavio Paz dixit, es una manera segura de ser felices de nuevo.