Sugerir algún parecido entre Hugo Chávez (incluyendo a Nicolás Maduro), Nayib Bukele y Javier Milei parece, de entrada, un contrasentido. Son figuras tan distintas en ideología, en personalidad y en ejercicio político que no hay mucho margen para establecer líneas de conexión entre estos tres presidentes latinoamericanos (el primero fallecido) que tanta atracción, positiva o negativa, han generado en sus propios países y en la opinión pública internacional. Por supuesto, nada que ver entre el estatismo socialista de Chávez/Maduro, el populismo punitivo de Bukele y el liberalismo radical de Milei. Tres países – Venezuela, El Salvador y Argentina- con historias y estructuras políticas muy distintas y tres líderes que a nadie se le ocurriría poner en la misma categoría.
Cada uno de ellos tiene quien lo ama y quien lo odia, seguidores y detractores según las ideologías, los intereses y las necesidades de los segmentos sociales que los apoyan, pero hay un aspecto en el que las diferencias se diluyen y los tres pasan a ser expresiones idénticas de una matriz de pensamiento común sobre cómo se concibe el ejercicio del poder político. Parece inverosímil a primera vista, pero no lo es. Cada uno de ellos usa la propia legalidad vigente en sus países para darle una nueva concreción, en el contexto contemporáneo, a la vieja tradición personalista y autoritaria latinoamericana de la que habla el historiador chileno Claudio Véliz en su brillante obra La tradición centralista en América Latina.
En Venezuela, Chávez llegó al poder con un extraordinario respaldo, movilizó a la población en torno a la idea de una constituyente para cambiar las reglas de juego, al tiempo que su fuerza política obtuvo mayorías legislativas que le hubieran permitido gobernar sin mayores conflictos entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo. No obstante, Chávez, al igual que Maduro más tarde, gobernó una buena parte del tiempo amparado por las denominadas “leyes habilitantes”, las cuales le otorgaban poderes absolutos para gobernar por decretos y cambiar legislaciones sin tener que recurrir a la aprobación congresual. Un poder personal, sustentado en una determinada legalidad, modificó unilateralmente decenas de leyes y adoptó políticas de gran impacto como las nacionalizaciones de múltiples empresas privadas y la restructuración de la relación Estado-economía y sociedad.
En El Salvador, Bukele ha tenido, hasta ahora, un gran cometido: la seguridad pública. Con los poderes que tiene gracias al estado de excepción, el presidente salvadoreño ha tomado medidas drásticas y draconianas que han transformado el debido proceso y las garantías ciudadanas, incluyendo la figura de juicios colectivos que desnaturaliza la noción básica de la responsabilidad individual. El terror y la angustia que sufría el pueblo de El Salvador debido a la violencia de las pandillas criminales le ha dado el contexto de legitimidad social a todas esas medidas, las cuales también están revestidas de una formalidad legal. En todo caso, sin embargo, una persona ha concentrado enormes poderes que ejerce sin contrapesos ni controles.
En Argentina, Milei también llegó al poder con un excepcional respaldo de una población hastiada del desastre económico al que llevaron a ese país los gobiernos del denominado kirchnerismo, lo que ha servido de base para poner en marcha un paquete de reformas económicas ultraliberales que procuran transformar radicalmente el Estado y la economía de ese país. De nuevo, el sistema legal ofrece las bases para dotar al presidente Milei de unos poderes excepcionales que empezó a ejercer a través de un Decreto de Necesidad y Urgencia (Carlos Menem usó decretos similares a principios de la década de los noventa) a través del cual se han modificado decenas de disposiciones legales y se han implementado cambios radicales en materia de políticas públicas, incluyendo la eventual privatización de empresas estatales. Asimismo, Milei ha sometido al poder legislativo un proyecto de ley que declararía la emergencia pública y le daría la potestad de gobernar mediante decretos al menos durante los dos primeros años de su gobierno, con la posibilidad de extenderlo por el resto de su mandato.
Lo que se observa es un patrón similar de ejercicio del poder a partir una legalidad que se presta para otorgar poderes absolutos a la máxima autoridad ejecutiva. Las crisis que esos presidentes han tenido que enfrentar, diferentes unas de otras, les ha dado, en un principio, la legitimidad social para actuar de esa manera. Los problemas y las necesidades apremiantes crean el espejismo de que esa es la única y mejor manera de actuar, sobre todo si esos sistemas legales permiten ese tipo de ejercicio del poder, en lugar de hacer el trabajo difícil de tomar las medidas que se necesitan a través de las instituciones propias del sistema democrático, lo que implica negociaciones y deliberaciones complejas, pero que a la postre les pueden dar mejor sustento y más legitimidad a dichas medidas. Experiencias como la de Alberto Fujimori en Perú, quien tuvo un ejercicio del poder similar basado en lo que se denominó el “decretismo”, deben servir de lección de que estos experimentos pueden empezar muy bien y hasta ser muy populares, pero terminan muy mal socavando las instituciones del sistema democrático.
Vale señalar que el sistema constitucional dominicano no permite un ejercicio del poder de este tipo. No hay base normativa para los poderes habilitantes o los decretos de necesidad y urgencia, como los que usó Chávez y los que ahora usa Milei. Si bien la Constitución contempla diferentes tipos de estados de excepción, estos están sumamente delimitados y regulados, lo cual se puso de manifiesto de manera exitosa en el manejo de las medidas restrictivas que tanto el anterior gobierno como el actual tuvieron que adoptar en el contexto de la pandemia del COVID-19.
Desde luego, no se puede ignorar o menospreciar que los titulares del Poder Ejecutivo tienen responsabilidades y presiones enormes cuando enfrentan crisis extremas, como es el caso ahora de Argentina, lo cual requiere una visión político-institucional que evite tanto la omnipotencia como la impotencia en el desempeño de la función ejecutiva. Así, el desafío para nuestros países está en fortalecer la gobernabilidad política y la capacidad de toma de decisiones para responder a las necesidades de la gente, pero de una manera tal que sea compatible con el sistema de controles y contrapesos y con la institucionalidad democrática en sentido general.