Era Alcalá de Henares, España, la cuna de Miguel de Cervantes Saavedra, en un día cualquiera de diciembre recién pasado. Llegamos en automóvil desde Madrid, en viaje de apenas 45 minutos. Junto a mi señora me acompañaban un dominicano de color que reside en Alcalá de Henares, casado con una española, tres sobrinos españoles de mi señora, y una rusa, esposa de uno de ellos.
Al recorrer la ciudad nos dimos cuenta de que era hermosa, palpitante. El casco antiguo estaba tan repleto de gente que sus calles semejaban el fluir de un ancho río en época de crecida, como si más gente atrajese a más gente y el ser humano necesitara estar acompañado por un flujo espeso de sus semejantes.
Al caminar por sus calles llegamos a una acogedora plaza donde se veía a numerosas familias reunidas, sentadas y de pie, presenciando una representación navideña en un teatro improvisado en la plaza.
En el recorrido alcanzamos a divisar una larga fila de gente. Esperaban su turno para entrar a la casa donde vivió Cervantes. En el frente se veía una escultura de gran tamaño de Don Quijote y Sancho Panza, sentados en un banco. La gente no perdía tiempo para retratarse junto a estos personajes. Igual lo hicimos nosotros.
Luego de recorrer el casco histórico y contemplar sus monumentos entramos a un restaurante donde solo servían tapas, o sea raciones. Pedimos varios platos, entre ellos una tortilla de patatas con trufas, recomendada por el establecimiento por haber sido premiada en un concurso gastronómico. No nos gustó. Estaba muy blanda, aguada, y no tenía cebollas. Parece que el gusto español está cambiando; alejándose de lo tradicional.
De ahí fuimos a otro lugar a tomar un digestivo. Nos atendió una joven de gran belleza, con acento conocido, pero cultivado, muy expresiva. Mi señora, sospechando que era dominicana, le preguntó: -¿De dónde eres?-
Esbozando una amplia sonrisa ella le respondió: -Del mismo lugar en que usted está pensando y de donde es usted y casi todos los demás que le acompañan.
Agregó: -Del grupo de ustedes, solo él no es dominicano– se refería a mí. Se equivocó tal vez por mi aspecto físico, blanco, ojos azules y barba mustia.
-No eres dominicano– insistió, apuntando su dedo índice hacia mí.
Cuando le aseguré que sí, que soy de estos lares, llamó a otros camareros para que vinieran a ver a un dominicano diferente, es decir a mí.
-¡Vengan a ver, vengan a ver! ¡Él también es de mi país!- expresó con muestras de alegría. Me sentí como una pieza rara puesta en exhibición en un escaparate.
Lo cierto es que el dominicano se distingue por su mezcla racial. Posee un modo de ser y cultura propia que lo diferencia de las demás nacionalidades.
Otro día estuvimos en un pequeño pueblo medieval, Sigüenza, acompañado por mis primos que viven en Madrid. Luego de recorrer el casco histórico y el antiguo alcázar convertido en Parador Nacional, fuimos a almorzar a un restaurante, el Asador Medieval. Allí disfrutamos de una excelente comida, empezando por la sopa castellana. Y terminando con cordero asado y postres.
Nos atendió un camarero muy simpático y cortés. Al final me dijo: -Señor, excúseme, estoy tratando de identificar su acento, ¿puede decirme de donde es usted?
Lo miré sorprendido por la pregunta. Le respondí: -Soy de Santo Domingo.
Se quedó mirándome, incrédulo. Esbozó una sonrisa. Atiné a decirle: -Y tú, ¿de dónde eres?
Mirándome fijamente me respondió: -Mi padre es español, y mi madre dominicana. Son los dueños del restaurante.
Brincamos de alegría. Lo saludamos con efusividad y salimos de allí contentos y satisfechos.
Hay muchos dominicanos trabajando en el sector servicios de España, sobre todo en restaurantes y bares. La gran mayoría se distingue por el caudal de simpatía con que atienden a los clientes. Son inigualables por su cálida manera de ser y por la calidad del servicio que prestan.
Hay muchos otros colocados en posiciones relevantes, verbigracia médicos que trabajan en hospitales o profesionales diversos que laboran en negocios diferentes. Todos ellos sobresalen por su idoneidad y eficiencia.
Hay también otro grupo que anda por mal camino. Son nacidos en España, pero han crecido dentro de una subcultura propia de la condición de emigrantes de sus padres y se han mantenido sin integrarse en la sociedad que les dio cabida. A veces acaparan los titulares en los medios y colocan sobre nuestro emblema un baldón que deja mal parada a la colectividad.
Lo que sí puede afirmarse es que no existe ser humano más amable, cordial y solidario que el dominicano. Ojalá que conservemos esas cualidades en un mundo cada vez más hostil y deshumanizado.
Queridos lectores, que este año 2024 sea fructífero para todos y ponga las zapatas para un país mejor.