En los últimos 50 años hemos tenido una economía que muestra logros en el crecimiento, estabilidad de precios y acumulación de reservas internacionales, resultados apoyados en los aportes del turismo, exportaciones y los flujos de inversión extranjera, aunque también en el endeudamiento público y la llegada de remesas.
En este largo período la economía ha avanzado, se ha diversificado, pero no ha sido suficiente para lograr una sociedad inclusiva, superar las taras de formación educativa y conformar un sistema de seguridad social que ofrezca protección eficaz.
En paralelo al vigor económico se observa una fuerte tendencia a la desigualdad, a la expulsión de población dominicana hacia el exterior sustituida por inmigrantes haitianos indocumentados.
Junto a los préstamos provenientes del exterior las remesas alimentan la sobrevivencia del modelo económico a costa de la desintegración familiar, desnacionalización progresiva y debilidades en la articulación productiva.
A lo anterior hay que sumar el estado preocupante de los recursos naturales, de los ríos y cañadas, su pérdida de caudal y su utilización para arrojar desperdicios; el uso poco racional del territorio con pérdida creciente de las mejores tierras absorbidas por las varillas y el cemento; la proliferación incontrolable de basura que se tira en las calles, parajes urbanos, rurales y de alta montaña.
Y agregar el aumento en cascada del ruido estruendoso que martiriza a toda hora los tímpanos e impide el descanso; los costosos tapones en las arterias de las ciudades que ocasionan pérdida de tiempo y de recursos; y los cada vez más frecuentes accidentes fatales protagonizados por vehículos pesados, explicados tanto por la pobre formación de los choferes como por el incumplimiento de las normas.
Ante retos tan enormes la clase dirigencial luce haber sucumbido a la tentación de ejercer los cargos públicos sin asumir en la medida de lo indispensable las tareas que tiene que enfrentar. Y, como diablo a la cruz, huye del costo político de las acciones necesarias para alcanzar el desarrollo.
Pocos de aquellos investidos de autoridad asumen a cabalidad las responsabilidades de organizar, ordenar, dirigir, resolver. Se ha creado la impresión de que el presidente de la República debe resolverlo todo, desde los más simple a lo más complejo.
Esa situación lleva a que el sistema político esté integrado, con honrosas excepciones, por gente para quienes ya no existe un objetivo societario que cumplir.
Antes los regidores de los cabildos eran honoríficos, gente de altos méritos que ofrecían su tiempo en favor de su comunidad. Ahora son funciones remuneradas cuya posesión se compra en elecciones, sin que se exijan condiciones de idoneidad, liderazgo y clarividencia para regir su destino. Lo mismo ocurre en los niveles de representación en el Congreso Nacional, afectados por su intrascendencia.
Aparte de que el gigantismo, por razones clientelares, ahoga las instituciones: tenemos una Cámara de Diputados y consejos edilicios hipertrofiados, y poco funcionales. Nadie hace nada para disminuir su tamaño, al contrario, surgen voces para seguir aumentándolo.
La función ejecutiva en sus dependencias ministeriales y hacia abajo, tampoco escapa de estos males. Es triste. Se ha diluido el norte. El sentido de autoridad se ha resquebrajado en lo que atañe a su uso para resolver problemas e impulsar el bien colectivo.
Por eso los recursos naturales y las cañadas se agotan sin intervenciones determinantes que restablezcan su vigor; el tráfico vehicular no se organiza con efectividad. No se evita que la basura se vierta en las cañadas, solares y calles. El ruido atormenta los tímpanos e impide a la mente elucubrar, reflexionar. Asistimos impotentes al uso inapropiado de nuestros suelos. Nos rendimos de brazos cruzados a la evidencia de que nuestros estudiantes no aprenden, de que nuestro sistema de salud y pensiones es precario. Y así sucesivamente.
50 años han transcurrido para rememorar con gratitud mucho de lo que se ha hecho bien, pero también para hacer el propósito firme de terminar de hacer bien lo mucho que falta por llevar a cabo, con buen tino y firme decisión.
Podría argumentarse que nuestro rápido crecimiento económico se asemeja al paso de la niñez a la adolescencia y que todos los excesos y deficiencias que se aglomeran en ese estadio de crecimiento darán lugar a un ser humano más maduro y desarrollado.
Aferrados a esa ilusión proclamamos que el futuro es promisorio, siempre y cuando comencemos a solucionar los problemas que han sido postergados. Es tiempo de acometer las reformas pendientes con bríos y decisión. Y de imponer la autoridad para los fines loables con que se constituyen los Estados.
Queridos lectores, les dejo mis deseos de que hayan pasado una Navidad feliz y de que tengan un 2024 pleno en realizaciones.