Soy un número más entre los 78,395 matriculados en el Colegio de Abogados de la República Dominicana; una membresía tan forzada como resistida.
He ejercido por tres decenios esta profesión y apenas me siento parte de ese colectivo. Ni la tenencia de un viejo carnet me vincula más allá de la obligación legal. Es más, portarlo me abochorna. Si por esa convicción me consideran elitista, entonces pocas veces me he sentido tan merecidamente halagado, porque el Colegio de Abogados ha sido una honorable afrenta.
Y no lo digo por los eventos ligados a sus recientes elecciones -eso apenas es un hecho episódico-; se trata una historia de negaciones a principios, compromisos y vocaciones básicas de un colegio profesional.
El Colegio de Abogados ha sido una hacienda de sus directivos, dominada por una gestión autocrática y opaca, sin transparencia, rendición de cuentas ni consecuencias. Es una institución raptada por los oportunismos políticos para granjear prestaciones de todo tipo y acreditar, frente a sus partidos, el “mérito” para una posición electiva o de gobierno. Ese gremio no representa más que a los que lo controlan.
En el Colegio de Abogados el gremialismo es fachada. Los verdaderos intereses son personales y están atados a libretas políticas. Por eso no es casual que siempre se batan los mismos nombres y vote menos del treinta por ciento de su matrícula.
Lo penoso es admitir que una institución con esas degradaciones tenga por ley el arbitrio ético de la abogacía o la gestión de fondos públicos como los destinados al Instituto de Protección del Abogado. Pero el Colegio de Abogados no sirve ni para expresar la fuerza electoral de las organizaciones políticas que lo instrumentalizan; sus elecciones no alcanzan esa impresión, porque en ellas votan mayoritariamente los afiliados a los partidos que se disputan el control.
De ahí que, más que un colectivo profesional, el gremio es, en los hechos, una representación política de los abogados colegiados. Mientras esas intenciones dominen, no habrá manera de recuperar los derroteros fundacionales.
La disputa desatada en ocasión de sus elecciones es para mercadear la ilusión de que una victoria (ya del gobierno o de la oposición) refleja las tendencias electorales generales, cuando lo que debiera llamar la atención es por qué en una entidad con una matrícula obligatoria de casi 80,000 miembros voten algo menos de 25,000 abogados, empleando, los partidos políticos, todos los medios para lograr la máxima participación, por tratarse de un año preelectoral. Es en ese correlato donde yace el verdadero drama del colegio, un cuadro eclipsado por el festín político.
A pocos abogados les importa el gremio, convencidos de que el secuestro político de sus estructuras no les da espacio a propuestas legítimas de rescate. Además, competir en ese juego de poder es una lucha desigual que anima a pocos a librarla. Eso deja a la institución a merced de la depredación política. Y es que el Colegio de Abogados no resiste una auditoria de mediano rigor, situación que se da cuando no hay obligaciones fiduciarias de gestión ni un régimen consolidado de responsabilidades. Por eso no es casual la rabiosa resistencia de Surum Hernández a que la Cámara de Cuentas audite sus cuentas.
Pero a veces es bueno que, como en las trifulcas callejeras, los amagos de las contendoras dejen ver los pantis; de esta manera, si queda algún sonrojo, la sociedad dominicana podrá reconocer cómo andan sus instituciones y de esta manera evitar acomodarse a la creencia de que las apariencias siempre son consistentes con las realidades de fondo.
En el Colegio de Abogados el gremialismo es fachada. Los verdaderos intereses son personales y están atados a libretas políticas. Por eso no es casual que siempre se batan los mismos nombres y vote menos del treinta por ciento de su matrícula.