Que dos motoristas choquen de frente en un tapón va en contra de cualquier probabilidad estadística. Pero aquí ha ocurrido y que ningún conductor de los carros que les rodean se apee para ayudar tampoco sería lo habitual, excepto si se introduce la variable del hartazgo que provocan.
La anarquía que añaden a un tránsito saturado, obligará algún día a que las autoridades se den por enteradas. Quizá lo tengan pensado pero, como la reforma fiscal, es de esas decisiones que solo se toman el 17 de agosto, al día siguiente de llegar al poder. Más de dos millones de votos no se ponen en juego tan fácil.
Mientras tanto, toca seguir manejando con los sentidos puestos en esa nube de vehículos de dos ruedas que incumplen todas las reglas del código de circulación.
Una sugerencia: ya que las ciclovías no han servido (ni servirán) para lo que en su día se plantearon, ¿por qué no habilitarlas para motoristas? De todas maneras ya las invaden y quizá obligándoles a que circulen por ellas abandonarían las aceras. Protegeríamos a los peatones y sacaríamos de la calzada a un buen número de kamikazes con casco que se llevan por delante retrovisores y parte de la ecuanimidad que todavía nos queda a los que compartimos con ellos las vías públicas.
Ya no es un problema de circulación. Es un asunto de orden público, de seguridad ciudadana. Se han convertido en un elemento perturbador de “la paz social”, si se quiere usar ese término tan manido para negociar con los empresarios del transporte durante años. En grupo son peligrosos, violentos. Transportan niños y mujeres, sin protegerles con un casco, desafiando peligros que existen incluso cuando se cumplen las reglas. Son los nuevos “dueños del país”. Los anteriores, los que iban en carro, ya llegaron al Congreso. Y ellos han ocupado su espacio.