Las alianzas electorales parecen transmitir un mensaje democrático sano. En apariencia pueden sugerir la apertura y movilidad de las concertaciones políticas, pero sabemos que, en el fondo, no se trata de eso; en nuestro caso, son acuerdos coyunturales para asegurar posicionamientos electorales… y punto.
Si alguien ha destacado con acierto ese interés, es el expresidente Danilo Medina, quien, en un exceso de franqueza, dijo recientemente que la alianza de su partido con la FP y el PRD era complicada, ya que de “aliados temporales” serán de inmediato “rivales”. Eso pone en evidencia las bases puramente competitivas de esta dinámica.
Medina no pudo ser más realista. Las alianzas no rebasan el umbral electoral ni se pactan para la cogestión de proyectos concertados de futuros gobiernos. Lo que sí revelan son los perfiles folclóricos de nuestro mercado electoral, definidos por una alta concentración bipartita, el déficit de candidaturas competitivas, el alto costo de la participación electoral y el oportunismo de los partidos bisagra.
Desde que recuperamos el hilo democrático, interrumpido por la tiranía de Trujillo, en la República Dominicana ha predominado un cuadro dicotómico de fuerzas mayoritarias. Los partidos que han sucedido a las grandes organizaciones de tradición han resultado de sus escisiones. Es el caso de las fuerzas más competitivas para las elecciones del 2024: el PRM y la FP, desmembramientos del PRD y el PLD.
Tal situación empuja a estas últimas organizaciones (PRD y PLD) a procurar alianzas, por una poderosa razón: no quieren que las elecciones revelen su verdadero tamaño y las alianzas son formas de diluir esa condición, sobre todo en las elecciones municipales.
La degradación del PRD ha sido progresivamente catastrófica, y, aun así, su liderazgo se resiste a admitir la talla de partido minoritario (no en el sentido legal); cuanto más el PLD, que de un 51.21 %, 61. 74 % y un 37.46 % en las últimas tres elecciones presidenciales, en las de 2024 apenas tendrá posibilidades de retener entre un 10 % y 15 % de los votos.
Las alianzas suplen igualmente el déficit de candidaturas competitivas. Hay una crisis de ofertas en el mercado electoral y esa situación afecta por igual a los partidos mayoritarios. La principal razón ha sido el encarecimiento de la competencia electoral.
En los últimos treinta años los partidos mayoritarios les facilitaron candidaturas congresuales a personas adineradas como forma de liberarse de esos costos. Algunos de sus beneficiarios, asociados a negocios no trasparentados, vieron la oportunidad de lavar su imagen y obtener inmunidad. Con el caudal de recursos disponibles, en un clima de abierta impunidad, estas candidaturas fueron exitosas, pero encarecieron a niveles intocables la participación electoral. De esta manera, el candidato ideal para los partidos no es precisamente el más idóneo por su capacidad o formación, sino el que pueda autogestionar su candidatura. Hoy, por ejemplo, el candidato a senador por mi provincia, Santiago, debe considerar un presupuesto mínimo de 120 millones de pesos para posicionar una candidatura auspiciosa. Esa situación saca de competencia cualquier oferta, por buena que sea, de los partidos minoritarios. De esta manera, los partidos mayoritarios se han convertido en prisioneros de esos perfiles.
Por su parte, la constelación de los partidos minoritarios depende vitalmente de las alianzas. Es la única manera de sobrevivir. No se trata de una elección; es una necesidad, y lo hacen para mantener vigencia legal y obtener, en compensación, lo único que los motiva: un cargo en el gobierno del partido mayoritario aliado.
El reciente juramento prestado en público por el presidente Abinader en el acto de su proclamación como candidato por el Partido Cívico Renovador de Jorge Zorrilla Ozuna fue bochornoso, pero sincero. Es cierto, nos avergüenza que a estas alturas del ciclo democrático se concierten acuerdos sobre premisas tan “primarias”, pero tampoco podemos esperar que la apatía social pueda prohijar prácticas escandinavas de madurez democrática.
No puedo ocultar mi decepción con Luis Abinader. Lejos de debilitar la práctica de alianzas utilitarias con partidos bisagra, el presidente la afirmó a niveles históricos. Fue un negocio de casillas en la boleta electoral a cambio de cargos. Para las elecciones presidenciales del 2024 el presidente aparecerá en 21 casillas, un hito sin antecedentes.
Creo que Abinader no necesitaba de eso, pero la euforia de sus asesores le hizo olvidar el precio. Puede ser un activo electoral momentáneo, pero también un pasivo permanente para la democracia. El próximo gobierno tendrá la carga burocrática de una nómina política ociosa como compensación por la compra de una casilla. El clientelismo seguirá pautando la colocación laboral pública; nada diferente a lo de siempre, a pesar de la “modernización” del pensamiento político que el PRM aspira a que le compremos. Sencillamente desconcertante.
Y no queremos insistir en el ajado reclamo de alianzas basadas en programas; se trata ya de una aburrida cursilería, pero al menos se impone considerar que la democracia debe madurar y que hay prácticas que resultan inconsistentes con esa aspiración. Una de ellas son las razones, los costos y los retrocesos que suponen el “political business” de las alianzas electorales.
No puedo ocultar mi decepción con Luis Abinader. Lejos de debilitar la práctica de alianzas utilitarias con partidos bisagra, el presidente la afirmó a niveles históricos. Fue un negocio de casillas en la boleta electoral a cambio de cargos. Para las elecciones presidenciales del 2024 el presidente aparecerá en 21 casillas, un hito sin antecedentes.