Hace unos 120 siglos inició la era geológica de mayor equilibrio climático en el planeta: el holoceno. A lo largo de poco más de 12 mil años, la variación promedio de las temperaturas osciló entre uno y menos un grado, con preponderancia apreciable del movimiento hacia la baja.
Pero esa era dorada, que afianzó la mayor diversidad de la vida sobre la tierra jamás imaginada, y que fue la cuna de los más significativos progresos culturales de nuestra especie, llegó a su fin. La causa ha sido un inédito proceso de calentamiento global expresado en el hecho de que, en menos de 100 años, se ha producido un incremento de la temperatura promedio de 1.1 grados.
Los fenómenos meteorológicos del cambio climáticos tienen efectos devastadores. Veamos solo algunos ejemplos:
Cuando en 2017 el huracán Harvey azotó Houston, se produjeron lluvias tan torrenciales que algunos lo catalogaron como uno de esos eventos que ocurren cada 500 mil años. Sin embargo, Harvey fue la tercera tormenta de proporciones devastadoras que tuvieron lugar en esa ciudad entre 2015 y 2017.
También en 2017, pocos días después de que un ciclón extra tropical golpeara Irlanda, las casas de 45 millones de personas fueron anegadas por las lluvias en el sudeste asiático; 16 millones eran niños, según datos de la UNICEF.
El 5 de julio de 2018, Elaine Lies, de la Agencia Reuters, reportaba la evacuación de sus hogares, en el oeste y centro de Japón, de 1.2 millones de personas a consecuencia de aguaceros históricos que provocaron desbordamientos de ríos y aludes.
En septiembre de ese mismo año, el tifón Mangkhut, luego de haber provocado daños severos en Hong Kong y Filipinas, fue la causa de la evacuación de más de 2.45 millones de personas en la China continental, según reportaba La Oficina de Defensa Aérea Civil de la Municipalidad de Guangzhou. También por esos días, el huracán Florence convirtió, provisionalmente, la ciudad portuaria de Wilmington en una isla y dejó inmensas extensiones de Carolina del Norte “cubiertas de estiércol y ceniza”, como reportaban Patricia Sullivan y Katie Zezina para el Washington Post, el 16 de septiembre de 2018.
Ese mismo año 2018, el huracán Walaka provocó la desaparición de la isla Este de Hawái, en la que hasta 1952 operó una estación de radar de la Guardia Costera de los Estados Unidos. Ocurrió en los días en que el estado de Kerala, en India, sufría las peores inundaciones en más de cien años, según reportaba por entonces la Dirección de Hidrología del gobierno de ese país.
Nuestro planeta es, en palabras de Wallace Smith Broecker -el oceanógrafo que popularizó la noción de calentamiento global-, “una bestia airada”. Sus embates, no serán discretos “sino que darán lugar a una violencia en cascada de nuevo cuño: cataratas y avalanchas de devastación, el planeta vapuleado una y otra vez, con intensidad creciente y de maneras que se refuerzan entre sí, reducen nuestra capacidad de respuesta y ponen patas arriba el entorno que hemos dado por supuesto durante siglos como los cimientos estables sobre los que caminamos.” Esto así, porque la visión de una “nueva normalidad” con que algunos líderes políticos del planeta pretenden encarar los efectos del cambio climático está muy lejos de la realidad pues “la verdad es mucho más aterradora. Se trata del fin de lo normal: no volverá a haber normalidad. Ya hemos dejado atrás el conjunto de condiciones medioambientales que permitieron que el animal humano evolucionase y hemos hecho una apuesta arriesgada e imprevista sobre hasta dónde llega su capacidad de resistencia. Como un progenitor, el sistema climático que nos crio y en el que se crio también todo lo que conocemos como cultura y civilización humanas ya ha muerto.” (David Wallace-Wells. El planeta inhóspito, Penguin Random House, p. 30).
Es en ese contexto en el que hay que analizar los fenómenos meteorológicos de este otro noviembre en nuestro país. Y tal entendimiento es clave, porque éste y el anterior han sido los primeros, pero son apenas el inicio. El Grupo de Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas estimaba, en 2021, que aun si se cumplieran de inmediato todos los compromisos contraídos en el Acuerdo de París, lo más probable es que alcancemos 3.2 grados de calentamiento hacia el fin de siglo. Estimaciones menos conservadoras pronostican 3.16. grados. Esto es, mucho más de una vez y media de la meta límite planteada en París en 2015. Los modelos de análisis sobre las implicaciones de estas proyecciones no caben en la más catastrófica imaginación distópica.
Las posibilidades de cualquier gobierno hoy, para hacer frente a los fenómenos propios del cambio climático son, por definición, muy limitadas. Esto por una razón sencilla: vivimos en sociedades construidas, en todo el sentido de la palabra, sobre la equilibrada confianza que nos proporcionó una era geológica que ya no es.
¿Nos cruzamos de brazos? No. Hay cuestiones a las que están obligadas las autoridades. Por ejemplo, ejercer las facultades técnicas y de policía de la administración pública para paliar los efectos de eventos que, en sí mismos, no estaremos en condiciones de controlar: restricciones a la circulación; reubicación anticipada de personas situadas en zonas de riesgo; campañas permanentes de recolección de plásticos y otros materiales que limitan la capacidad de los hidrantes; la implementación de un plan integral de auditoría técnica y de saneamiento de la infraestructura crítica: puentes, pasos a desnivel, elevados, escuelas, hospitales; el rediseño y construcción de un nuevo sistema de alcantarillado pluvial, acorde con la magnitud de las lluvias por venir, etc.
Los fenómenos meteorológicos extremos que empezamos a experimentar nos interpelan, además, sobre los niveles de cumplimiento de los compromisos internacionalmente asumidos para revertir los efectos del cambio climático. ¿Qué hemos hecho para cumplir el mandato del artículo 4 de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el tema, que obliga a los países signatarios a cooperar para “la aplicación y la difusión (…) de tecnologías, prácticas y procesos que controlen, reduzcan o prevengan las emisiones antropógenas de gases de efecto invernadero (…) en todos los sectores pertinentes, entre ellos la energía, el transporte, la industria, la agricultura, la silvicultura y la gestión de desechos”?
Relacionado con lo anterior, ¿hemos pensado en las formas de cumplir con el artículo 2 del Protocolo de Kyoto, que manda a implementar un proceso de reducción progresiva o eliminación gradual de las deficiencias del mercado, los incentivos fiscales, las exenciones tributarias y arancelarias y las subvenciones que sean contrarios al objetivo de la Convención en todos los sectores emisores de gases de efecto invernadero y aplicación de instrumentos de mercado?
Finalmente, nos interpela a replantearnos de manera eficiente ciertos diseño institucionales: ¿por qué tenemos un Consejo Nacional para el Cambio Climático, si el Ministerio de Medio Ambiente, en calidad de órgano rector que tiene la gestión de las políticas ambientales, cuenta con un Viceministerio de Cambio Climático?l