Nadie puede contra el agua. Es la fuerza de la naturaleza imponiendo su furia, haciendo alarde de su poder o reclamando simplemente su lugar. Cuando se construyeron los túneles de la 27 de Febrero, hubo voces que alertaron de que iban en la dirección incorrecta, que el agua bajaba hacia el mar y que buscaría su camino aunque se le interpusiera un muro de hormigón. Otras voces, más de 20 años después, avisan que es el cambio climático el que provocará todos los años una tragedia de estas dimensiones.
La realidad es que no se recordaba tanta agua en tan poco lapso de tiempo.
Hay historias humanas desgarradoras. Las hay también que demuestran que hay una clase especial de hombres y mujeres que se arriesgaron lo indecible por volver a su casa el sábado en la tarde y que el domingo estaban en su puesto de trabajo. Hay quien se fue de boda y lo devolvieron, como el mayor general retirado Méndez y quien, como el coronel Sosa, estaba a pie de calle ayudando a los ciudadanos a encontrar la mejor vía para salir del río en que se había convertido El Conde.
Nada ni nadie puede con el agua. Siempre buscará su antiguo cauce, por muchos años de sequía, desvíos forzados por manos humanas y obras gigantescas que la traten de dominar.
Cada ciclón, cada vaguada, desvela los vicios de construcción que obviamos rutinariamente. La falta de planeamiento urbano, los defectos en los puentes, el interminable descuido del tratamiento de la basura, la falta de educación, la inconsciencia de salir a ver las olas al malecón en los ciclones o, una novedad de este año, nadar con un trago en la mano en la inundada Plaza de la Bandera.
Un retrato de la realidad. Una bofetada de realismo.