Mi apreciado amigo:
He notado con gran preocupación que cuando usted habla con los demás, no hay manera de que se desconecte de su aparato celular. A tal extremo ha llegado su manía, enfermedad telefónica o “telefomanía” que de usted se afirma, irónicamente, que anda con el celular grapado entre sus manos. En tal virtud, me permito recomendarle que cuando se encuentre compartiendo entre amigos, por favor, controle sus impulsos y guarde o apague su adoradísimo móvil telefónico.
No es posible que mientras los demás conversan animadamente, usted esté chateando, leyendo mensajes, observando fotos y riendo solo. Cuando así actúa, aunque sin articular palabras, usted les está diciendo a los otros: “No me importa ni me interesa lo que hablan”, y, peor aún, está dando muestras de que es usted una persona muy descortés, mala educada, imprudente, antisocial y con un fatal e inadecuado manejo de las relaciones humanas.
Debo recordarle, mi muy enfermo y “telefomaníaco” amigo, que nada satisface o agrada más al que habla que sentirse escuchado y atendido; pues de esa forma se siente también respetado y distinguido. Por tal razón, si usted oye la alarma indicadora de que un nuevo mensaje ha llegado a su venerado y móvil aparato, por favor, no se ponga loco, controle sus nervios y, salvo que se trate de un asunto de emergencia acerca del cual espera informe, deje para el momento oportuno la lectura de dicho mensaje y continúe hablando de manera normal con el o los amigos que tiene a su frente.
Nunca olvide que, en el proceso de la comunicación oral, el interlocutor que más privilegios o importancia tiene es el que permanece presencialmente junto a usted, no el que de repente llama desde algún lugar remoto. Por tanto, si alguien debe esperar a que termine la conversación es este último, no el primero.
Piense que el mundo no se acabará si usted lee y responde más tarde la llamada recibida mientras habla con otro o el mensaje que de repente aparece en pantalla. Piense que, para el logro de una comunicación verdaderamente efectiva en el discurso cotidiano, usted, desde ahora, debe proponerse como meta superar esa adicción tecnológica que a tantos usuarios de la lengua afecta, consistente en atribuirle más importancia a la pantalla de un aparato telefónico que al ser humano que yace a nuestro lado.
En otras palabras, mi muy apreciado y “telefomaníaco” amigo, es sumamente desagradable, y no menos repugnante, conversar con alguien que cada minuto tiene que estar respondiendo una llamada y sobando o frotando sus dedos en la pantalla cuasi “sacrosanta” de un “bendito” celular.