No soy egresado de este centro educativo, mi esposa Patricia sí lo es, al igual que entrañables amigos como César Asencio y mi querido sobrino Pedro. Toqué sus puertas en noviembre del 2013, pidiendo que recibieran a mis hijos a mitad del año lectivo, cansado de las reiteradas fallas que observaba en el maternal al que asistían. Gracias a la benevolencia de la dirección pudieron ingresar en el enero siguiente.
Desde el primer día, doña Raquel Armenteros, directora de Babeque Inicial y Primaria, nos hizo sentir parte de la familia.
Los nombres de los profesores y profesoras —seños, como les dicen cariñosamente los alumnos— fueron protagonistas de nuestras conversaciones diarias y pudimos contemplar a nuestros hijos convertirse en seres humanos críticos, protectores del medio ambiente, amantes de la naturaleza, deportistas y actores, entre otras tantas actividades que el colegio fomentaba. Sin embargo, tanto su madre Marjorie como yo, siempre tuvimos claro que entregábamos nuestros hijos al colegio para educarlos, no para criarlos: tarea que nos correspondía exclusivamente a nosotros.
Cuando mi hijo mayor pasó a Secundaria Babeque, la experiencia fue similar, con una gran carga académica y exigencias de los maestros, pero siempre bajo el respeto a las normas y los principios. Doña Rosalina Perdomo, su directora, también nos hizo sentir miembros de esta gran familia de la que orgullosamente formamos parte.
En las últimas semanas, el centro educativo ha sido víctima de una especie de campaña de descrédito, iniciada por algunos padres y madres de alumnos de primer grado —el que en este momento cursa mi hija— a partir de las quejas que una parte de ellos llevaron a la dirección en contra de una maestra, criticando parte del material que impartía a los alumnos, pero también “ensañándose en su contra y emitiendo cualquier tipo de comentarios despectivos e irrespetuosos”, buena parte de ellos relativos a su orientación sexual.
Pero como las quejas de estos padres ante la dirección del colegio no obtuvieron los resultados que esperaban, y en lugar de dirigir sus quejas y observaciones al Ministerio de Educación, optaron por continuar su campaña por las redes sociales, donde encontraron un excelente caldo de cultivo con los autodesignados “activistas pro-familia” y los perfiles de personas que se sumergen en las redes para manifestar allí sus peores frustraciones. El blanco fueron el colegio y la joven profesora, con informaciones tergiversadas y situaciones propias del aula sacadas de contexto. Inmediatamente se desató una cacería de brujas.
Nunca he conversado con la profesora envuelta en esta controversia. Las referencias sobre ella vienen de mis hijos. Y lo que siempre escuché fue sobre sus extraordinarias cualidades como educadora, cómo los sumergía en el mundo de la poesía con pasión, y su amor por Borges, Neruda, Ismael Cerna, Nicanor Parra, Benedetti y Gabriela Mistral.
Lamentablemente, la dirección del colegio se vio forzada a ceder a las presiones externas e internas, y el pasado viernes cancelaron a la maestra en cuestión. Las redes sociales y los activistas olieron la sangre, y ahora van a por la cabeza de doña Rosalina.
Solo espero que la sensatez prime entre los padres y madres de nuestro colegio, y que aún con las heridas causadas podamos volver a ser una familia unida, siempre colocando como prioridad la educación y bienestar de nuestros hijos.
Y que, antes que nada, tengamos presente que entregamos nuestros hijos al colegio para educarlos, porque su crianza depende exclusivamente de nosotros, sus padres o tutores.