Lo normal debiera ser que países que comparten una misma isla tengan una relación, si no cercana, al menos armoniosa. No siempre ha sido así; la historia ha contado de distintas maneras las tensiones que han separado a naciones colocadas en parecida situación insular. Son los casos de Irlanda e Irlanda del Norte, de Timor Occidental y Timor Oriental, y, hasta cierto límite, de Nueva Guinea y Papúa Nueva Guinea, o de Borneo con Malasia y Brunéi.
El cuadro de la República Dominicana y Haití no escapa a ese relato, pero tiene sus propias singularidades. En los ejemplos aludidos, al menos ha habido una coexistencia territorial de pueblos que comparten identidades, lenguas y hasta un desarrollo relativamente paritario. En la relación dominico-haitiana, en cambio, esas coincidencias han sido escasas y los contrastes irredimibles.
Tales diferencias, lejos de complementarnos, nos han separado y en ellas subyace una crónica de discordias que no puede disimularse. Si a esas premisas se le agrega la acentuada asimetría que en el desarrollo socioeconómico presentan ambas naciones, entonces el tema de los prejuicios raciales (invocado por los haitianos como la primera razón de la incompatibilidad entre los pueblos) queda relegado a un plano marginal.
El presunto antihaitianismo dominicano ha sido de obligado abordamiento académico en Haití. Es un tema de estudio y enseñanza básica, media y universitaria. Desde la cosmovisión histórica haitiana ese sentimiento deriva de la implantación de dos identidades distintas en la misma isla. Así, para la académica Caroline Chappé, el prejuicio tiene su origen en “la idea de que los haitianos son descendientes de africanos negros, contrariamente a los dominicanos, que son descendientes de españoles blancos”. Según esta autora, “esta representación del color de la piel está estrechamente ligada a las interiorizaciones de los discursos coloniales y al principio de la pureza de la raza” que prevalece en la República Dominicana. (L’ “anti-haïtianisme” en République Dominicaine, Atlas Caribe, Université de Caen Normandie, France).
En los documentos sociológicos, históricos y políticos haitianos sobre el antihaitianismo dominicano hay consenso en destacar, como su punto más efervescente, la manipulación ideológica que le dio el dictador dominicano Rafael L. Trujillo, quien, según la mayoría de autores haitianos, pretendió construir una identidad nacional a partir de la denigración del pueblo haitiano y del uso de una política xenófoba que desencadenó en la llamada “Masacre del perejil” de 1937 en Dajabón, una “limpieza étnica” con la que el dictador buscaba como pretexto “dominicanizar” la frontera y en la que fueron ejecutados una cifra todavía imprecisa de haitianos, pero que, dependiendo de la fuente, se mueve entre 5,000 y 20,000 muertos. A pesar de que en nuestra historia se trata de un relato omitido o autocensurado, en la memoria haitiana este evento todavía genera alientos de odio.
Otro argumento de académicos haitianos, compartido por algunos intelectuales dominicanos, ha sido la resistencia del dominicano a aceptar las raíces culturales africanas. En tal negación, sustentada por sus élites sociales y políticas, se impuso la identidad hispana (de color blanco y creencias católicas) como manera de contrapesar al factor de negritud racial y borrar cualquier reducto africano en el sincretismo cultural dominicano.
De este modo, lo que representa a Haití en su conjunto confronta al dominicano con su negado origen africano, de ahí el rechazo natural hacia el haitiano y su presunta infravaloración como exesclavo. “Esta concepción de la identidad dominicana se aprecia también en el dominio religioso donde el haitiano es un brujo que practica el vudú, calificado como magia negra, y el dominicano es un santero que hace magia blanca” (Jean-Arsène Yao, Pratiques religieuses et conflits identitaires en République dominicaine, 2019).
A pesar de que las anteriores concepciones no han drenado todos los tejidos de la clase baja haitiana, que en su mayoría vive por debajo del umbral de la pobreza, la narrativa prohijada ha sido manejada por las élites intelectuales y políticas haitianas según las circunstancias, creando un prejuicio cultural haitiano de nuestro presunto prejuicio racial. Este condicionamiento no ha dejado de tener sus efectos en la interpretación que el pueblo llano construye de su realidad histórica, hasta el punto de hacerles pensar que los dominicanos son en parte responsables de su drama existencial, ya que, viviendo en una misma isla, han corrido suertes distintas.
En ese contexto, las repatriaciones y la construcción del muro fronterizo son eventos que de alguna manera ensombrecen la vieja percepción haitiana. Son interpretadas como bravatas arrogantes del gobierno dominicano que laceran el orgullo de una nación que en un momento histórico se preció de ser menos pobre que la República Dominicana. La oposición del gobierno dominicano a la construcción, por parte de Haití, de un canal que trasvasa agua del río Dajabón y el posterior cierre de la frontera exacerbaron una actitud ya resentida del lado haitiano. Por eso, a pesar de la apertura de la puerta dominicana al corredor fronterizo, los haitianos han cerrado la suya.
Solo un prejuicio fundado en esas premisas explica cómo un pueblo con 4.9 millones de habitantes en situación de inseguridad alimentaria aguda, según la FAO, y en un momento tan convulso como el que vive, decide incinerar alimentos traficados a su territorio por el solo hecho de que proceden de la República Dominicana. Si bien esa actitud no es del todo espontánea y revela el severo control psicológico que infunden las bandas paramilitares en la población, la reacción no deja de ser vista con simpatía por la mayoría de los haitianos.
Hemos subestimado a Haití, un pueblo resiliente, beligerante y dominado, con tanto o mayor conciencia de su historia que los propios dominicanos. A estas alturas se pensaba que lo del canal era una crisis episódica que pronto pasaría. Pues no. Ha planteado una inédita ocasión para Haití explorar otros mercados, aunque tenga que pagar los sobrecostos. Se recuerda que, del total de sus importaciones, Haití solo compra un 22 % en la República Dominicana. Por su parte, la República Dominicana destina casi el 9 % del total de sus exportaciones a la vecina nación.
Toda crisis es una oportunidad para crecer y, aunque esta negación a las exportaciones dominicanas puede ser coyuntural, nos deja un mensaje inequívoco: es hora de pensar en el Caribe insular, un mercado diverso y creciente que no ha sido aprovechado en su máximo potencial.
El comercio debe manejarse sin sensiblerías ni victimizaciones. La República Dominicana es la economía más grande y fuerte del Caribe insular, una condición escasamente explotada para liderear el mercado regional. La decisión del gobierno de activar las relaciones con Surinam y Guyana es certera. Haití nos demostró lo que nunca pensamos. Debemos aprender de la lección y obrar con diligencia en el aprovechamiento de una oportunidad que no veíamos antes. Y, como sentencia Romanos 8: 28, parece que “todas las cosas nos ayudan a bien”.
A estas alturas se pensaba que lo del canal era una crisis episódica que pronto pasaría. Pues no. Ha planteado una inédita ocasión para Haití explorar otros mercados, aunque tenga que pagar los sobrecostos. Se recuerda que, del total de sus importaciones, Haití solo compra un 22 % en la República Dominicana.