La invasión china continúa en marcha. No es que sus militares hayan desembarcado por aire y mar aquí y en el resto del mundo, pues la invasión en cuestión es la de sus productos manufacturados que han conquistado los mercados internacionales. Para llevarla a cabo, los chinos han utilizado un arma poco sofisticada pero muy efectiva. Simplemente, vender más barato que cualquier otro competidor.
Es común creer que esa invasión es algo reciente que empezó por la vía de Hong Kong y se multiplicó en intensidad gracias a las reformas económicas iniciadas por Deng Xiaoping. Se presume que hasta ese momento China era un país aislado de las corrientes comerciales, centrado en la producción agrícola con una exigua base industrial, y poco interesado en participar en las complejidades de la economía mundial. Luce como si de repente las fuerzas de la economía hubiesen sido liberadas luego de haber estado represadas, permitiéndoles aprovechar el inmenso caudal de mano de obra disponible e inundar el planeta con sus ofertas a bajos precios.
En realidad, ése no es el caso, pues hay precedentes de invasiones de productos chinos en épocas pasadas.
Un ejemplo lo tenemos en la porcelana. Pionera en Europa fue Polonia, con su factoría en la ciudad de Meissen fundada en 1710 con los auspicios de la monarquía. Durante medio siglo sus creaciones fueron las mejores del continente, pero como suele suceder en las actividades económicas, el éxito atrae competidores. En particular, la monarquía francesa, usualmente renuente a dejarse superar, promovió su propia factoría en el castillo de Vincennes, trasladada posteriormente a Sèvres. Pero la competencia no se detuvo ahí, y la sombra china se hizo presente con productos más baratos, que llevaron a imponer medidas de protección para los fabricantes europeos. En Inglaterra, donde prevalecían políticas comerciales más liberales, los bienes chinos hicieron quebrar a la mayoría de las factorías locales.