El 29 de septiembre de 1946, como lo había hecho por muchos años en esa misma fecha, su madre Natividad Sánchez convocó un convite para limpiar de melazas la cosecha de arroz. Setenta y siete años después, Don Juan Marichal recuerda ese día. Al volver a las labores tras el almuerzo, cuenta que se movió al lugar donde su abuela arrancaba yerbas. “Abuela”, le dijo, “yo me estoy soñando que estoy sacando oro de debajo de esta manta, y ahí mismo caí. Me sacaron atravesado en un caballo”. Estuvo 9 días en un coma sin diagnóstico en medio del cual los médicos se lo entregaron a su madre, con una única prescripción sin esperanza: “báñenlo con agua, tan caliente como su cuerpo aguante”.
Aquellos baños, aromatizados con hierbas silvestres, y una promesa de la madre, hicieron su trabajo. Por eso, cuando los males del cuerpo desaparecieron la acompañó, caminando, desde Laguna Verde hasta la iglesia San Fernando de Montecristi, para escuchar la misa de su plegaria, ataviado con un traje de saco de henequén que hacía parte de la ofrenda.
No recuerda haber contado ese evento, pero nunca lo olvidó. Ni siquiera en los momentos más luminosos de su gloria, a la que parecía predestinarle aquel milagro de su infancia.
Con similar intensidad recuerda el año de su ascenso a las Grandes Ligas, 1960, y su llegada a San Francisco. Allí le esperaba un regio comité de recepción en la puerta del dugout de los Gigantes: Felipe Rojas Alou y Orlando Cepeda, junto al equipo en pleno. “Me sentí tan orgulloso de haber llegado a grandes ligas y a la vez, tener esos dos latinos como compañeros, y jugando con Willie Mays, el mejor jugador que haya tenido la historia del béisbol” me dijo, para repetir, entre categórico y emotivo: “el mejor, en todos los sentidos.” Lo demás, es historia.
Un momento singular de esa historia tuvo lugar la noche del 2 de julio de 1963. Los Gigantes recibían en San Francisco al equipo de los Cerveceros de Milwaukee, que traía como lanzador a Warren Spahn. Catorce entradas habían lanzado ambos sin permitir carrera.
Luego de más de un intento de su mánager para sacarlo del partido, y con un lanzador ya preparado para entrar a sustituirlo, en la decimoquinta entrada Marichal tomó la osada decisión de salir al terreno antes de que anunciaran al relevista. El sustituto no salió. Así que despachó por la vía rápida a los tres lanzadores del equipo contrario y, camino a la salida del terreno, esperó a Willie Mays a la altura de la primera base. Cuenta que lo abrazó mientras le decía: “chico, Alvin Dark está furioso, ya yo no voy más”. Cuenta que la respuesta del legendario jardinero fue: “no te preocupes, yo voy a ganar este juego para ti”.
Mays era el segundo bateador del inning 16, y al primer lanzamiento cumplió, como su madre cuando tenía nueve años, la promesa del home run providencial. De eso hace más de 60 años pero todavía, a veces entrecierra los ojos y vuelve a ver “esa bola en el aire, saliendo del parque” para ganar así el partido más emblemático de la historia del béisbol.
Así lo recogió el título de Jim Kaplan: The Greatest Game Ever Pitched (El mejor juego jamás pichado) en la portada de cuya primera edición aparecen Marichal, Warren Spahn y Willie Mays.
Sin embargo, cuando le pregunto si esa fue su experiencia más memorable, él me habla de su primer juego en las Grandes Ligas. Sucedió el 19 de julio de 1960, contra los Phillies de Filadelfia. Cuenta que mientras calentaba, minutos antes de entrar al terreno, empezaron a anunciar la alineación de ambos equipos. Cuenta que cuando del parlante salió su nombre le entró “un escalofrío, pero una cosa horrible. Yo nunca en mi vida había sentido algo semejante”. Todavía en el terreno, recuerda, seguía con esa sensación, al punto que se dijo para sí mismo: “tú no vas a poder pichar así”.
Le duró hasta que anunciaron al primer bateador, el cubano Tony Taylor. En ese momento “se me pasó todo, se me quitó todo, y lancé un partido de un hit. En el octavo y dos tercios me dieron el primer hit”. Ganó 2 por cero, y ese primer partido marcó la ruta de su trayectoria.
Una trayectoria que estaría signada por un estilo que le impuso el azar. La historia de su pierna izquierda en vertical es esta: Imitando a Bombo Ramos, su modelo de infancia, se acostumbró a lanzar por el lado del brazo. Y así fue hasta que un entrenador de los Gigantes, en 1959, con el argumento de que lanzando por encima del brazo sería más efectivo contra bateadores zurdos, le propuso cambiar su forma de picheo.
Pero la costumbre hace ley. Así que esa nueva forma sencillamente no le salía. Solo con la tenacidad de su disciplina lo logró. Pero la nueva forma de lanzar vino acompañada del estilo inconfundible que sellaría el mito: se dio cuenta que solo lograba velocidad y control, lanzando por encima del brazo, con un movimiento hacia arriba, automático, no cultivado, de su pierna. Así nació el símbolo visible de la leyenda que aún es Don Juan Marichal.
Le pedí que me contara algo de lo que se arrepintiera, y me habló de John Roseboro, y del incidente que tuvo lugar el 22 de agosto de 1965, en un partido de los Gigantes contra los Dodgers de Los Ángeles. La historia, resumida, es esta: los ánimos estaban caldeados por algunos lanzamientos pegados de Marichal al bateador Maury Wills. Para entonces, el pitcher era parte de la alineación de bateo. Así que cuando en la tercera entrada le correspondió el turno a Marichal, el receptor de los Dodgers, John Roseboro, le rozó la oreja al devolver la pelota al pitcher. Se dijeron algunas palabras, y Marichal le pegó con el bate en la cabeza.
“Yo me lamenté muchísimo de ese incidente. Hice algo indebido, le pegué con un bate, Siempre llevé ese peso dentro de mi” reconoce cabizbajo. Pero incluso ese incidente tuvo un final apacible. Veinte años después, los protagonistas se hicieron amigos en el marco de un torneo de golf que en honor de Marichal organizó en Puerto Plata su amigo Pepe Copello. Y años después, ambos asistieron con sus respectivas familias al estreno, en Los Ángeles, del documental Juan and John, que sobre el incidente realizó el actor y cineasta estadounidense Roger Guenveur Smith. Cuando tiempo más tarde la vida de Roseboro llegó a su fin, don Juan Marichal viajó a Estados Unidos con su esposa, para acompañar a su familia, e hizo guardia de honor, de pie ante el féretro de su amigo fallecido.
Hoy, con 85 años recién cumplidos, comparte una vida apacible junto a Doña Alma Rosa Carvajal, con quien el pasado año celebró sus bodas de diamante, tras 60 años de matrimonio del que resultaron 6 hijos, 16 nietos y 4 biznietos.
Un a escultura gigantesca se levanta a la entrada del Estadio de San Francisco, su equipo por 16 años, para honrar a una leyenda de esas que ya no se cuentan.