La región que hoy se conoce como Palestina ha tenido una historia convulsa de ocupaciones. Ha sido poseída por filisteos, cananeos, hebreos, asirios y samaritanos, pero paralelamente ha soportado los dominios imperiales de Alejandro Magno, el Imperio romano, el Imperio bizantino, de los árabes, los mongoles, los cruzados europeos y los mamelucos, entre otros, hasta quedar sometida al Imperio otomano (turco) por cuatrocientos años (de 1517 a 1917). Durante los cuatro siglos de dominio turco, la región de Palestina estuvo habitada por musulmanes y pequeñas comunidades cristianas y judías.
Se recuerda que, durante la Primera Guerra Mundial, Turquía era aliada de las potencias centrales (Alemania y Austria-Hungría). Por su parte, Gran Bretaña junto a Francia, Rusia, Italia, Japón y Estados Unidos formaban las potencias aliadas. Al inicio de la confrontación, Gran Bretaña les prometió a las naciones árabes sometidas al Imperio otomano (incluyendo a Palestina) que apoyaría su independencia a cambio de obtener su cooperación en contra de Turquía. Antes de terminar la guerra, Gran Bretaña derrotó al ejército turco en Palestina, ocupó sus territorios y también a Siria. Estableció una administración militar que mantuvo el control territorial más allá de la “Gran Guerra”.
El primer conflicto que se plantea con motivo del posible reconocimiento de Palestina como nación surge de una doble promesa hecha por Gran Bretaña: por un lado, les ofrece a los árabes reconocer la autonomía de Palestina; por el otro, y, a través de la famosa Declaración Balfour de 1917, se compromete a construir “un hogar nacional judío en Palestina”. Al final, Gran Bretaña les incumplió a las dos partes porque ya había convenido con Francia el reparto de los territorios que en el Oriente Medio estuvieron dominados por los turcos. Este evento nos obliga a hacer, como paréntesis, un necesario correlato.
Sucede que, en 1896, un periodista y dramaturgo austrohúngaro de origen judío, llamado Theodor Herzl, inicia un movimiento que procura crear un Estado judío fuera de Europa. Como se sabe, los judíos habían sido desterrados de su nación desde el año 135 d. C. cuando los romanos los expulsaron de Jerusalén durante el imperio de Adriano; ya antes, el emperador Tito había destruido el segundo Templo de Salomón en el año 70 d. C. A pesar de estar dispersos en el planeta por casi dos mil años, los judíos conservaron intacta su identidad autóctona como cultura separada y distinta: un milagro de sobrevivencia nacional.
Con Theodor Herzl la idea de un Estado hebreo para reunir a todos los judíos de la dispersión empezó a prender, aunque encontró resistencia en la comunidad religiosa ortodoxa y empresarial. Así nace el movimiento sionista, cuyas bases y justificaciones históricas fueron recogidas en su famosa obra Der Judenstaat (El Estado de los judíos).
Al inicio, Theodor Herzl no pensaba en Palestina como proyecto territorial para el nuevo Estado judío; de hecho, lo imaginaba indistintamente en Siria, la península del Sinaí, Uganda, Argentina, Chipre, Kenia o Mozambique, entre otros. Herzl era agnóstico y su movimiento no era religioso. La idea de Palestina como tierra de promisión surgió después, para darle inspiración, cohesión y sentido religioso a la “causa nacional judía”.
De manera que el sionismo no tuvo originariamente una razón religiosa. Su principal estrategia fue mover el poder político de la diáspora judía y alentar un movimiento de pacífica colonización de Palestina. Fue, en otros términos, un “proyecto c olonial desde sus orígenes, reconocido por sus propios dirigentes, con el objetivo de ir apropiándose del territorio gradualmente, a través de colonias, y buscando el apoyo, en un primer momento del imperio otomano, y después, de los británicos”. (Mar Gijón Mendigutía, “Israel y Palestina ¿Cómo y cuándo nació el conflicto?”, National Geographic, 2023).
De esta manera, judíos de todo el mundo, especialmente de Europa Oriental y Rusia, empezaron a emigrar en masa a Palestina. Eran, en su mayor parte, jóvenes que se instalaban en asentamientos comunales (kibutzs). Así, en 1895, del total de la población de Palestina, que era de 500 mil personas aproximadamente, 453 mil eran árabes palestinos y apenas 47 mil judíos. Ya en 1931 los judíos constituían el 17 % de la población y en 1941 el 30 %.
Retomando la crónica de la ocupación británica, después de la Primera Guerra Mundial, la llamada Sociedad de Naciones, predecesora de las Naciones Unidas, le otorgó en 1920 a Gran Bretaña un mandato de administración de Palestina que entró en vigor en 1923, al amparo del cual esa potencia mantuvo la gestión territorial hasta el 1948. Durante ese lapso los palestinos musulmanes y los judíos mantuvieron un clima de incesante tensión étnica.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la cuestión del holocausto y el sentimiento antisemita arraigado en Europa, más las presiones de los centros financieros judíos en el mundo, les dieron un inusitado empuje a las aspiraciones del sionismo internacional. Es así que la recién creada Organización de Naciones Unidas (ONU) decide en 1947 la resolución 181 a través de la cual divide a Palestina en dos porciones: el 55 % del territorio para los judíos (la región de Galilea oriental, la llanura costera desde Haifa hasta Rejovot y la mayor parte del desierto de Néguev) y el resto para los árabes (la parte central y occidental de Galilea, un enclave en Jaffa —al lado de Tel Aviv— y el trazado sur de la costa, desde la actual Asdod hasta la Franja de Gaza, incluyendo una sección desértica a lo largo de la frontera con Egipto); finalmente, ponía a Jerusalén bajo control internacional. Este plan fue aceptado por los judíos y rechazado por los árabes.
La resolución de la ONU entró en vigencia el 14 de mayo de 1948, poniendo término a la administración británica en la región. Ese día Israel declara su independencia, reconocida por Rusia, Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia, Irlanda, Sudáfrica y posteriormente por Estados Unidos y otros países. Al día siguiente, tropas conjuntas de los ejércitos regulares de Egipto, Irak, Líbano, Siria y Transjordania invaden a Israel dando inicio a la guerra árabe-israelí en Palestina. La contienda bélica se extendió por quince meses, una cruzada que fue ganada finalmente por Israel. Como resultado, Israel pasó a ocupar el 80 % del antiguo territorio palestino, en vez del 55 % reconocido por la ONU.
De esta manera, la planicie costera, Galilea y todo el Néguev quedaron bajo la soberanía de Israel; Judea y Samaria (Cisjordania) pasaron a dominio jordano; la Franja de Gaza quedó bajo administración egipcia; la ciudad de Jerusalén quedó dividida, controlando Jordania la parte oriental e Israel la occidental.
Cerca de 760,000 palestinos fueron expulsados de sus hogares en uno de los éxodos más grandes de la historia regional conocido en árabe como la Nakba (el desastre). La mayoría de los palestinos musulmanes emigraron a naciones árabes vecinas. Para el año 1951, habían llegado al nuevo estado de Israel cerca de 700,000 judíos procedentes de diferentes latitudes del mundo, duplicándose así su población. Pero lo más grande todavía no había acontecido.
Sucede que entre el 5 y el 10 de junio de 1967, acaeció el evento más relevante en la historia bélica del Medio Oriente después de la instalación del Estado judío: en un ataque rápido y sorpresivo, Egipto, Jordania y Siria atacaron de forma conjunta a Israel dando inicio a la legendaria Guerra de los Seis Días, que, para sorpresa del propio Israel, fue ganada de forma aplastante por el ejército judío. Esta guerra cambió el mapa geopolítico en conflicto. Israel se anexó territorios de los tres países: a Siria le arrebató las alturas del Golán (todavía en posesión de Israel), a Jordania le quitó la región de Cisjordania (ocupada hoy por los palestinos) y la parte oriental de Jerusalén; y a Egipto la península de Sinaí (devuelta posteriormente a Egipto) y la franja de Gaza (ocupada hoy por palestinos). Esta guerra provocó otro gran éxodo de casi medio millón de palestinos musulmanes y garantizó la consolidación de Israel en sus posesiones.
Israel no anexó oficialmente a su territorio las regiones de Gaza y Cisjordania. Esto supondría reconocer a los árabes palestinos como nacionales del Estado judío. Por eso se conformó con ejercer el control territorial de esas zonas, las que mantuvo en condición de territorios ocupados hasta el día de hoy.
En 1964 se crea la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), para defender la autonomía del pueblo palestino y consolidar su identidad en el mundo. En 1969, Yasser Arafat fue elegido su presidente. Esta organización, apoyada por las naciones árabes, aglutinaba varios movimientos y grupos de acción paramilitar en contra de Israel. En 1974 una cumbre de la Liga Árabe la reconoció como «único representante legítimo del pueblo palestino». En octubre de ese año fue admitida como observadora por la Asamblea General de la ONU, que aceptó el derecho del pueblo palestino a la autodeterminación.
Desde entonces árabes palestinos y judíos han ensayado una convivencia fallida matizada por tensiones, conflictos y enfrentamientos durante los últimos cuarenta años: por un lado, la instalación, por parte de gobiernos israelíes, de asentamientos de colonias judías en los territorios ocupados; por otro, el amurallamiento de esos centros poblacionales y la consecuente respuesta de los palestinos a tales provocaciones. Fueron emblemáticas, en la resistencia palestina, las llamadas “intifadas”, levantamientos de muchachos civiles desarmados que apedreaban al ejército judío de ocupación.
Al margen de las presiones internas con el conflicto palestino, la amenaza árabe no cesaba, así se sucedieron choques importantes como la guerra de Yom Kipur, en 1973, que enfrentó a Israel con Egipto y Siria; igualmente, las incesantes batallas en la región de Galilea durante el tiempo en que la OLP operaba en el Líbano; y la guerra del Líbano con la que Israel pretendía destruir la estructura militar de la OLP y capturar a sus principales dirigentes. Todo esto en medio de un clima de sorpresivos ataques terroristas.
Poco a poco la paz fue imponiendo su negada razón y el 26 de marzo de 1979 Israel y Egipto firmaron un acuerdo de paz en Washington, para terminar con 30 años de hostilidades. Por su parte, el 26 de octubre de 1994, el rey Hussein de Jordania y el primer ministro israelí Itzjak Rabin firmaron el tratado de paz jordano-israelí en Aravá (entre Eilat en Israel y Akaba en Jordania) en presencia del presidente de Estados Unidos, Bill Clinton.
El 14 de noviembre de 1988, el Consejo Nacional Palestino (parlamento en el exilio), reunido en Argelia, declaró la independencia de Palestina, según los términos de la resolución 181 de 1948 de la ONU, lo que implicaba un reconocimiento implícito al Estado de Israel. En 1991 se celebró en Madrid la primera Conferencia de Paz para Oriente Medio con la mediación de Estados Unidos y Rusia. Palestinos e israelíes se otorgaron recíprocos reconocimientos. A finales ese año se firmó en Washington la Declaración de Principios entre Israel y la OLP, que fijó un plazo de cinco años para que Israel abandonara los territorios ocupados. El parlamento israelí reconoció a la OLP y la Declaración de Principios; lo propio hizo el Consejo Central de la OLP con respecto a la autonomía. Hamás y Hezbollah se opusieron a estos reconocimientos.
Lo que siguió a estas iniciativas de paz fue un trance de boicots e incumplimientos de ambas partes durante algo menos de treinta años. Israel continuó su política de asentamientos en Cisjordania y Gaza y mantuvo la ocupación militar, a pesar de que en el 2005 retiró cerca de 9000 colonos y su ejército de Gaza; por su parte, del lado palestino, los grupos radicales, como Hamás, han mantenido el desconocimiento al Estado de Israel y su intención de destruir todo orden sionista a través de acciones militares y terroristas como las que ejecutaron el pasado 7 de octubre.
El estatus actual de los territorios ocupados por Israel es de una autonomía administrativa más aparente que real. En Gaza los palestinos no tienen control de acceso territorial ni de seguridad, ya que Israel tiene dominio de las aguas territoriales, el espacio aéreo y los controles fronterizos. No cuentan con una estructura productiva relevante; dependen de Israel en servicios, telecomunicaciones, energía y fuente de trabajo. Tampoco pueden administrar sus impuestos porque el Estado de Israel los recauda en su nombre, sucediendo que no pocas veces el gobierno israelí los ha retenido como chantaje político.
Palestina, casi ocho veces más pequeña que la República Dominicana, es hoy dos regiones dispersas y separadas dentro de Israel: Cisjordania (que incluye la parte oriental de Jerusalén) con 5800 kilómetros cuadrados y Gaza con 365 kilómetros cuadrados. Tiene 5.48 millones de habitantes (3.25 millones en Cisjordania) y (2.26 millones en Gaza). Cerca de seis millones de palestinos viven refugiados en países árabes, principalmente en Jordania, Siria y Líbano. Según los palestinos, su capital es Jerusalén; en realidad es Ramallah en Cisjordania.
Las dos regiones tienen gobiernos distintos: El Movimiento de Resistencia Islámico (Hamás), opositor histórico del partido Al Fatah, gobierna la Franja de Gaza desde 2007, tras ganar las elecciones de 2006. Es un movimiento islamista clasificado como terrorista por Israel y las principales potencias del occidente. Su brazo militar es la Brigada el Izz El-Din Al-Qassan, en memoria de un nacionalista árabe que luchó en Palestina antes de la creación del estado de Israel. El Frente para la Liberación de Palestina (Al Fatah), por su parte, gobierna en Cisjordania. Fue creado por Yassef Arafat como fundador de la OLP. Es un movimiento laico y nacionalista, no militar. Estos dos movimientos han trenzado una historia de rivalidades inconciliables hasta el punto de que en algún momento se especuló que Hamás fue financiada originalmente por Israel para hacerle un contrapeso a la OLP. Sus visiones son distintas: Al Fatah lucha por una consolidación de Palestina como Estado frente a Israel; Hamás no concibe un Estado palestino con Israel.
El inexorable camino de Israel y Palestina es coexistir como Estados autónomos. Ese propósito ha tenido un recorrido tortuoso y sangriento, pero tarde o temprano la convivencia se impondrá por gravedad dialéctica. El obstáculo irredimible en ese propósito es la pretensión de ambas naciones de acreditar a Jerusalén como su capital. Es tan desafiante su abordaje que ha sido un tema tabú. Y es que es un lugar sagrado para árabes y judíos.
Israel, legitimado por la agresión de Hamás el pasado 7 de octubre, se prepara para una guerra planificada, según su gobierno, en tres fases: a) destruir la infraestructura de Hamás; b) una vez en control de Gaza, mantener “operaciones de menor intensidad” para atacar “focos de resistencia”; y c) eliminar toda responsabilidad de Israel sobre la Franja de Gaza.
Nuevamente se interrumpe una línea de estabilidad que retrasa cualquier plan futuro para la convivencia de ambos pueblos. Es necesario que Israel mantenga el sentido de la proporcionalidad y efectividad en su anunciada incursión terrestre en Gaza.
Esta campaña promete ser una guerra larga, compleja y violenta. Hamás tampoco está sola: es Hezbollah, Irán, Siria, Líbano y Qatar. Ojalá la comunidad internacional no se complazca con acomodarse para ver desde las gradas el espectáculo de sangre. Salam/Shalom.
La ONU decide en 1947 la resolución 181 a través de la cual divide a Palestina en dos porciones: el 55 % del territorio para los judíos (la región de Galilea oriental, la llanura costera desde Haifa hasta Rejovot y la mayor parte del desierto de Néguev) y el resto para los árabes (la parte central y occidental de Galilea, un enclave en Jaffa y el trazado sur de la costa, desde la actual Asdod hasta la Franja de Gaza.