El 7 de octubre de 2023 es una fecha que permanecerá por décadas en la memoria colectiva del pueblo de Israel. Un día de violencia, dolor y espanto. También de humillación para un Estado que es, por mucho, el más fuerte económica y militarmente en toda la región del Medio Oriente y que cuenta, además, con uno de los servicios de inteligencia más sofisticados del mundo. Sorpresivamente, el grupo Hamás, el cual controla la Franja de Gaza, enclave palestino de apenas 360 kilómetros cuadrados con dos millones de habitantes, no sólo desató una batería sin precedentes de cohetes, sino que rompió con aparente facilidad la verja de seguridad y penetró durante horas veinticinco kilómetros en el territorio israelí asesinando a 1,300 personas, incluyendo niños, mujeres y ancianos, muchos de ellos en sus propios hogares o en lugares de trabajo y diversión. A ese número se agregan 3,300 israelíes heridos y ciento cincuenta secuestrados. Con razón hubo consternación y repulsa alrededor del mundo, así como una ola de solidaridad con el pueblo israelí.
El gobierno de Israel, como era de esperar, ha respondido al ataque de Hamás en ejercicio de su derecho a la legítima defensa que le reconoce el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas. Nadie en su sano juicio puede negarle ese derecho a Israel, pues permitir que lo que ocurrió quede impune sería un acto cobarde y suicida que ningún gobierno puede permitirse, ya que su principal responsabilidad es velar por la seguridad de sus ciudadanos y la integridad territorial de su Estado. Es perfectamente comprensible y aceptable que Israel quiera desmantelar las estructuras operativas de Hamás y castigar a los responsables de las acciones terroristas de ese fatídico día.
No obstante, hay muchas cuestiones que están en juego que no podrán resolverse con un uso desproporcional de la fuerza por parte de Israel contra la población palestina en la Franja de Gaza. Puede decirse, incluso, que el propio interés nacional de Israel puede verse afectado si, movido por la pasión del momento, el Gobierno israelí se va, como parece ser el caso, por la pendiente de la violencia indiscriminada, privando a la población de la Franja de Gaza de agua, electricidad y alimentos, forzando el desplazamiento de cientos de miles de personas y causando la muerte, igualmente cruel como hizo Hamás, de niños, ancianos y personas inocentes en general. De esta manera, los gobernantes israelíes podrían estar violando, en nombre de su derecho a la legítima defensa, normas internacionales aplicables a situaciones de guerra. Para poner un ejemplo, según la revista The Economist, Israel lanzó 6,000 bombas sobre la Franja de Gaza durante los primeros seis días de ataques, mucho más que las 2,000 a 5,000 bombas que Estados Unidos lanzaba al mes sobre Irak y Siria durante la campaña contra el Estado Islámico desde 2014 al 2019. El riesgo de que el gobierno de Israel se desborde en el uso de su fuerza militar mucho más allá de lo que las circunstancias requieren es muy grande, pero con ello también se expone a perder la simpatía que ganó alrededor del mundo tras los actos brutales de Hamás.
Tarde o temprano el Gobierno israelí, encabezado por Benjamín Netanyahu, quien ha estado en el poder durante doce de los últimos catorce años, tendrá que responder muchos cuestionamientos. ¿Cómo fue posible que el grupo Hamás, en un pequeño territorio cercado por Israel, hiciera acopio de la cantidad de armas que implicó esa operación y llevara a cabo las coordinaciones estratégicas y tácticas para ejecutarla de la manera como lo hizo sin que la inteligencia israelí pudiera percatarse y prevenirla? ¿Cómo explicar que no hubiese una respuesta militar más rápida y efectiva por parte de Israel que hubiese salvado cientos de vidas?
Durante sus gobiernos, Netanyahu, aliado cada vez más a fuerzas ultraconservadoras, no hizo el más mínimo esfuerzo para poner en la agenda de la discusión regional la cuestión palestina. Al contrario, por un lado, propició políticas de despojo de territorios en Cisjordania a través de los asentamientos judíos, además de privar a esa población de los más elementales derechos y asfixiarla económicamente; mientras que, por el otro, propició una política, con el apoyo primero de Donald Trump y luego de la propia Administración Biden, de establecer acuerdos con Estados árabes sin que el drama palestino se tomara mínimamente en cuenta. El primero propició los llamados Acuerdos de Abraham (acuerdos firmados entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Sudán y Marruecos), mientras que el segundo auspiciaba un acuerdo con Arabia Saudita cuya firma ha quedado en entredicho.
Lo que aconteció el 7 de octubre ha puesto de relieve, de la peor manera posible, la realidad del pueblo palestino. La promesa de la denominada “solución de dos Estados” que se plasmó en los Acuerdos de Oslo a principios de los años noventa del siglo pasado quedó en el olvido, así como los demás reclamos justos de ese pueblo: la recuperación de las tierras conquistadas por Israel en la guerra de 1967, el retorno de los refugiados y el estatus de Jerusalén, cuya parte este reclaman los palestinos. Irónicamente, mientras Netanyahu pensaba que había diezmado al liderazgo palestino y que no había necesidad de negociación alguna sobre la cuestión palestina, el grupo Hamás se fortalecía a unos cuantos metros de Israel para propiciarle un golpe militar y humano de una dimensión que nadie pudo imaginar.
Por supuesto, la crueldad de las acciones de Hamás contra la población civil israelí no da margen para simpatía alguna a favor de ese grupo. Pero lo que aconteció el 7 de octubre sí debe llevar a una seria reflexión sobre la realidad inescapable del pueblo palestino, sometido al despojo, la opresión y la negación de sus derechos históricos. Ojalá que estos acontecimientos, en los que la figura de Netanyahu queda desacreditada, dé lugar a un gobierno moderado en Israel que sea capaz de pensar más allá de las ganancias políticas del momento y crear las condiciones de paz y estabilidad con su vecino palestino. Israel, país democrático, innovador y pujante, no debe seguir con ese lastre de opresión contra los palestinos que empaña todo lo positivo que tiene.
Por su parte, el liderazgo palestino -débil e ineficaz en Cisjordania; militarista y terrorista en la Franja de Gaza- tiene también que comportarse a la altura de los acontecimientos y generar las dinámicas internas que lleven a un reconocimiento verdadero de la legitimidad de la existencia de Israel como base fundamental para retomar el diálogo y la negociación con los palestinos con miras a lograr una paz duradera que se sustente, obviamente, en el reconocimiento de los derechos de estos últimos. Estados Unidos, la Unión Europea y otros actores clave en el escenario regional e internacional deben dejar de contemporizar con las políticas de la extrema derecha israelí que ha llevado a esta debacle para dar paso a políticas sensatas, moderadas y constructivas que generen la esperanza de que algún día será posible la paz en esa tierra -cuna de las tres religiones monoteístas- que tiene un lugar tan especial en la historia de la humanidad.
Por supuesto, la crueldad de las acciones de Hamás contra la población civil israelí no da margen para simpatía alguna a favor de ese grupo. Pero lo que aconteció el 7 de octubre sí debe llevar a una seria reflexión sobre la realidad inescapable del pueblo palestino…