El desequilibrio entre ingresos y gastos del gobierno ha sido una fuente de interés desde tiempos ancestrales. La experiencia acumulada enseña que los gobiernos, por buenas o malas razones, tienden a gastar por encima de su capacidad recaudatoria. Esto obliga a un financiamiento alternativo, en la forma de endeudamiento insostenible o emisiones monetarias e inflación. Es por eso que un número creciente de países han adoptado reglas mediante las cuales se imponen límites legales a los niveles de déficits, gastos o deudas del gobierno, emulando así la estrategia de Ulises, cuando decidió sabiamente atarse al mástil de su barco para no sucumbir ante preciosos cantos de sirenas que le conducirían a la perdición. En el caso dominicano, la idea de una regla fiscal se planteó como mandato en la Estrategia Nacional de Desarrollo, cuando se expresó la aspiración de “una ley de responsabilidad fiscal [con] normas y penalidades para garantizar su cumplimiento.”
Ese mandato ha dormido un largo sueño, sin recibir atención por parte de los entes estatales, y solamente ahora se anuncia un proyecto de ley encaminado hacia esa direccion. La legislación impondría un techo al crecimiento anual del gasto del Gobierno General -es decir, excluyendo al Banco Central y las empresas públicas- con la intención de reducir la deuda del Sector Público No Financiero como porcentaje del Producto Interno Bruto. Concretamente, la iniciativa propone que la deuda del Gobierno General se reduzca hasta 40% del Producto Interno Bruto antes de 2035, y se mantenga en tal nivel una vez alcanzado. Para ese fin, se establece que el gasto primario del Sector Público No Financiero (que excluye el pago de intereses) en ningún año crecerá por encima de 3% después de deducir la inflación.
El objetivo es relativamente modesto en términos numéricos, pues, si la ley se cumpliera a partir de 2023 y el producto y la tasa de interés mantuvieran un comportamiento similar al del periodo 2010-2021, la relación deuda/PIB probablemente cruzaría el umbral de 40% antes de 2030. Además, aun en ausencia de un mandato legal, en siete años del periodo 2000-2021 el gasto primario evolucionó dentro de los límites que ahora se estipularía de forma obligatoria. El compromiso de contener el gasto primario sería sin dudas una gran noticia para prestamistas, nacionales y extranjeros, que lo interpretarían como una garantía de que el gobierno podría honrar sus acreencias. Es incluso probable que la deuda soberana del país pase a considerarse como inversión de menor riesgo, y que eso contribuya a una mejora en las condiciones de acceso a los mercados crediticios. En suma, si bien no ofrece una garantía de equilibrio -como lo demuestra la experiencia de Argentina- una regla fiscal puede contribuir a reducir la volatilidad de los balances públicos.
Sin embargo, la iniciativa también refleja la idea lamentable de que el problema fiscal es un asunto contable, cuya solución puede limitarse a un achicamiento del gobierno. Esa concepción no es novedosa, pues forma parte de una controversia histórica sobre el papel del gobierno en la economía, y se refleja ocasionalmente en las políticas económicas de distintas administraciones. Tal visión fue la base del movimiento conservador de Ronald Reagan y Margaret Thatcher en los ochenta, bajo el lema de que “el gobierno es el problema, no la solución”. Algunos adherentes a esa idea la han descrito a través de una imagen sobrecogedora: “hacer morir a la bestia por inanición”. Por tanto, sin desconocer sus buenas intenciones, la regla fiscal que se propone no puede generar gran entusiasmo en quienes creemos que el problema fiscal no es contable ni financiero, sino económico y social, y que su solución no consiste en un menor gobierno, sino en un gobierno mejor.
Un gobierno mejor requiere recursos, siempre que vayan acompañados de controles para garantizar eficiencia, y eso, más que una restricción del monto de gasto, una redefinición de la forma de gastarlo y financiarlo. En palabras de la Estrategia Nacional de Desarrollo, eso significa reducir la evasión fiscal, elevar la calidad, eficiencia y transparencia del gasto, elevar la transparencia y equidad de la estructura tributaria, y elevar la presión tributaria para viabilizar el logro de los objetivos de desarrollo sostenible. En ausencia de esa integralidad, el resultado más previsible es una caída paulatina en la calidad de los servicios de salud, menos capacidad de proteger el medio ambiente, menor disponibilidad de recursos para las políticas de protección social, menor financiamiento público para fomentar competitividad, y menos inversión en la creación de infra estructura necesaria para el crecimiento, a medida que las administraciones estatales enfrenten la dieta impuesta por ley. Eventualmente, esos efectos podrían hacer que la regla fiscal resulte insostenible y se abandone tras algunos años de abstinencia, lo que acabaría por desacreditar los méritos de la idea.
Tengo la impresión de que la propuesta tirada en la mesa ignora esos matices de una realidad compleja. De hecho, viene acompañada de declaraciones en las que se reitera (como en los últimos veinte años) que no es un momento apropiado para discutir el tema en todas sus dimensiones. Por supuesto, todo el mundo sabe que la búsqueda de un momento adecuado para una discusión de esa naturaleza es una quimera, un objetivo que no es alcanzable para los ejecutores de políticas públicas, pues está reservado a demiurgos, hechiceros y alquimistas.