Cada cierto tiempo, y en especial ante circunstancias de relieve, vuelve a quedar en evidencia la estrecha relación que existe entre la política y el Derecho. Es cierto que el nexo entre ambos no se construye hoy igual que ayer. Ha variado, sobre todo, la relación de instrumentalidad entre ellos. Pero la premisa es la misma: entre la política y el Derecho corren fluidos turbios, característicos de dinámicas cambiantes que a veces resultan francamente indescifrables y que, en un buen puñado de casos, degeneran en no se sabe muy bien qué.
Los hechos políticos (históricos y contemporáneos) de la región son un buen testimonio de semejante relación. A lo largo y ancho del continente, la política –o cierta forma de ejercerla— ha pretendido hacer del Derecho el ámbito en que se dirimen las luchas estratégicas y los conflictos entre intereses más o menos arbitrarios o coyunturales. En tales casos, el mundo jurídico se ha transformado en un auténtico cuadrilátero. Las formas, vectores y contenidos del Derecho han sido así colocados en la primera línea de batalla, como si fueran estos las armas idóneas, o los remedios correspondientes, o las salidas a los tranques que se suscitan en el curioso mundo de la política.
En otros casos, la relación se ha vuelto del revés. Es decir, también ha ocurrido que el Derecho ha problematizado el ejercicio de la política, haciendo suyos dilemas que, bien vistos, no le conciernen. Juridificados los engendros de este revolcón, lo que parece haber resultado es una mutación en la que el Derecho convierte a la política en un significante vacío, en el que pasa de todo pero nada realmente ocurre. No pienso en los ordenamientos que enriquecen el ejercicio de la política mediante el establecimiento de un bagaje teórico común, de una base político-constitucional mínima que oriente la política (electoral y partidaria) hacia horizontes democráticamente deseables. Pienso, más bien, en los actos y expresiones del Derecho que ahogan la política, la obstruyen, la invaden hasta sacarle las tripas y acabar sustituyéndola.
Convendremos que entre esto último y admitir la incidencia del Derecho (constitucional, por ejemplo) en el mundo de la política, no solo hay un largo trecho, sino también una diferencia capital. Canalizar el ejercicio de la política –mediante la adopción de fórmulas jurídicas que condicionen el quehacer partidario y electoral— es algo muy distinto a juridificarla hasta aniquilarla. La política reproduce escenarios y prácticas muy suyas. Precisa de espacios para desplegarse, recrearse. Conviene a los operadores jurídicos aprender a captar estos impulsos, rastrear sus raíces y, en última instancia, servirse de ello hasta donde resulte admisible. No parece demasiado defendible o provechoso es alimentar un Derecho insaciable (con permiso de Anna Pintore) que proyecte sobre la política escenarios que ella no está supuesta a digerir. Las formas e instituciones del Derecho podrán servir para encauzar los conflictos políticos, pero no queda del todo claro que sean en sí mismos los instrumentos que mejor encajen con aquellos menesteres. Y esto, a falta de buen criterio, puede ser caldo de cultivo para disyuntivas no del todo esperanzadoras.
Es cierto que en la política se desdoblan las racionalidades y se producen, cada tanto, panoramas enredados de difícil explicación. También lo es que el Derecho mal entendido –o tendencialmente interpretado y aplicado— tiene el potencial de comerse vivo a todo un sistema político. En estos casos, la erudición desaparece, sobre todo ante la pregunta de a quién conviene que un Derecho desatado llegue a estos extremos. A fin de cuentas, entre el Derecho y la política (o la que en mi opinión es la mejor forma de ejercerla) hay elementos comunes, y entre ellos percute con especial fuerza, por ejemplo, el principio constitucional de libertad y autonomía.
Así que en el baile entre la política y el Derecho no se vale todo. Se vale, por ejemplo, preguntarse hasta dónde puede llegar cada uno en su interacción con el otro. Pero no se vale cancelar o tergiversar sus respectivas potencialidades. Retorcer las formas políticas y volverlas contra el Derecho es una empresa tenebrosa. Pero azuzar el Derecho hasta arrancar a la política el espacio que le toca evoca a las fiestas paganas: se sabe cómo comienza el asunto, pero no se sabe muy bien cómo termina. Téngase a mano el extintor. Solo por si acaso.