Luego de las transiciones democráticas en América Latina en la década de los ochenta, en muchos países de la región se produjeron crisis institucionales como resultado de los enfrentamientos entre los poderes legislativos y ejecutivos controlados por fuerzas políticas contrarias que afectaron seriamente la gobernabilidad política. Los presidentes, en lugar de la fortaleza que se les presume en un régimen presidencial, especialmente en la tradición latinoamericana, se encontraron más bien en posición de debilidad ante la imposibilidad de implementar sus programas de gobierno y las reformas económicas necesarias para enfrentar crisis fiscales y de endeudamiento debido a la obstrucción de los cuerpos legislativos.
El caso más emblemático de este bloqueo institucional fue el de Perú en los primeros tiempos de la presidencia Alberto Fujimori, quien se vio imposibilitado de tomar decisiones por tener un congreso mayoritariamente en contra, lo que lo llevó al extremo de darse un “autogolpe”, disolver mediante decreto el cuerpo legislativo y celebrar, fuera del calendario electoral previsto en el ordenamiento constitucional, nuevas elecciones para elegir representantes a una asamblea constituyente que le dio una nueva Constitución a su conveniencia, a la vez que obtuvo una mayoría congresual que le permitió gobernar, entonces sí, con una enorme concentración de poder. Otros países pasaron por procesos similares, aunque no alcanzaron el dramatismo político que vivió el Perú en los años noventa.
En ese contexto, un grupo de especialistas en política latinoamericana, encabezado por el prominente politólogo español Juan Linz (e.p.d.), formó una corriente de opinión académica con repercusiones en el mundo de la política a favor de sustituir en América Latina el régimen presidencial por el régimen parlamentario, de modo que no se produjeran esos fuertes e intratables bloqueos entre los poderes legislativos y ejecutivos. El argumento central era -sigue siendo- que como en el parlamentarismo le corresponde a la mayoría parlamentaria elegir al primer ministro, esto hace que el partido mayoritario o la coalición mayoritaria en el parlamento sirva de sustento al jefe de Gobierno, lo que le otorga mucho mayor flexibilidad en caso de que hubiese necesidad de sustituirlo antes de llegue la fecha de las elecciones generales. No obstante, si bien en la década de los noventa hubo múltiples cambios constitucionales en América Latina, en ningún país se dio el paso del presidencialismo al parlamentarismo.
Lo que sí ocurrió fue que algunos países adoptaron mecanismos institucionales propios del régimen parlamentario y los injertaron en el diseño del régimen presidencial, lo que está generando nuevas crisis institucionales y afectación de la estabilidad y la gobernabilidad. De nuevo, el caso de Perú ha sido notorio. La Constitución peruana permite que el Congreso de la República pronuncie la “vacancia presidencial” por “permanente incapacidad moral y física” -condición bastante imprecisa y manipulable-, lo que no es otra cosa que permitir la destitución del presidente por el cuerpo legislativo, a la vez que se le otorga al presidente de la República la potestad, en ciertas circunstancias, de disolver el Congreso, figura también propia del parlamentarismo. El problema se agrava por el hecho de que esos mecanismos relativamente fáciles -en cuanto a razones, procedimientos y tipos de mayoría- de destituir presidentes se ha combinado con la doble vuelta electoral, lo que resulta una combinación altamente riesgosa. Esto así porque suele suceder que un presidente elegido en segunda vuelta, en circunstancias de polarización electoral, no siempre alcanza suficiente apoyo congresual, lo que conduce a que la mayoría contraria en el Congreso procure activar, desde el día uno, los mecanismos de destitución como ya ocurrió con el presidente Pedro Castillo en el Perú, un presidente de izquierda.
Una situación similar ha ocurrido en Ecuador, esta vez con un presidente de centro derecha. En las elecciones de 2021, el candidato Guillermo Lasso obtuvo en primera vuelta el 19.74 por ciento de los votos (1,830,172) mientras que el candidato Andrés Arauz, de izquierda, obtuvo el 39.6 por ciento de los votos (3,033,791), lo que obligó a una segunda vuelta electoral. En esta oportunidad el escenario cambió radicalmente: Lasso obtuvo el 52.36 por ciento de la votación (4,656,426 votos), en tanto que Arauz obtuvo 47.64 por ciento de la votación (4,236,515 votos) debido a que múltiples fuerzas políticas y sociales confluyeron en apoyo de Lasso para impedir el triunfo del candidato del sector liderado por el expresidente Rafael Correa. A pesar de un triunfo tan contundente de Lasso en segunda vuelta, su organización política -Creando Oportunidades (CREO)- solo obtuvo 12 de los 137 asambleístas que integran la Asamblea Nacional, lo que lo situó en una posición de extrema debilidad.
Al igual que en Perú, la Constitución ecuatoriana incorporó figuras propias del parlamentarismo que permiten al cuerpo legislativo destituir relativamente fácil al presidente de la República, al tiempo que le permite a este último disolver la Asamblea Nacional y llamar a nuevas elecciones, lo que se conoce como “muerte cruzada”. En efecto, los partidos opositores que controlan el Congreso decidieron iniciar un proceso de destitución del presidente Lasso invocando razones bastante vagas -ilícitos penales que no se han perseguido ni probado en ningún tribunal ni tienen que ver con su desempeño presidencial- para lo cual solo necesitaban 88 votos. Para la votación decisiva solo necesitaban cuatro votos más (92 en total), pero el presidente Lasso ha decidido activar su potestad de disolver el Congreso y solicitarle al órgano electoral que convoque a nuevas elecciones. Mientras tanto, este gobernará por decretos con el control de la Corte Constitucional.
Como se ve, se trata de figuras propias del parlamentarismo que se han mezclado, en un verdadero “rococó constitucional”, con el régimen presidencial en el que tanto los legisladores como el presidente de la República obtienen su legitimidad directamente del voto popular, por lo que solo en circunstancias muy excepcionales puede el Poder Legislativo proceder al juicio político para destituir a un presidente. En el caso de Ecuador, 92 votos iban a disponer la destitución de un presidente que alcanzó el poder dos años atrás con más de cuatro millones de votos, lo que ha llevado al presidente a recurrir al viejo adagio de que “jugamos todos o se rompe la baraja”.
Por fortuna, República Dominicana no ha pasado por procesos similares. Aunque en 1994 se adoptó la fórmula de la doble vuelta electoral, la Constitución dominicana no tiene ninguno de esos injertos del régimen parlamentario que constituyen incentivos institucionales para que los congresos controlados por partidos opositores procuren destituir presidentes, o, viceversa, estos últimos disolver el Congreso y llamar a elecciones anticipadas. Además del diseño institucional, la mesura y madurez de los partidos y líderes políticos han sido factores de suma importancia para mantener la estabilidad y la gobernabilidad del sistema político dominicano. De ahí la importancia de preservar y fortalecer los partidos políticos, ya que estos, aún con sus deficiencias, han sido piezas fundamentales para sostener y consolidar la democracia en nuestro país.