Estamos acostumbrados. No ha habido hasta hoy discurso de rendición de cuentas presidencial que no haya sido calificado de «rendición de cuentos» por la oposición. Es la manera banal, propia de nuestra clase política, de enfrentar el desafío de ser propositiva en lugar de obsesivamente censora. Tan banal es que anticipa juicios categóricos sobre un contenido aún desconocido.
Realidad, invención o manipulación aparte, del discurso del presidente Luis Abinader me interesa su uso de la categoría «clase media», condición socioeconómica que identifica como resultado automático de un ingreso anual per cápita de quince mil dólares. Con este ingreso, la mitad de los dominicanos entraremos al esquivo pero entusiasmante linaje.
En las ciencias sociales abunda el debate en torno a qué es o no es la clase media; salvando las diferencias epistemológicas, existe empero consenso sobre la pesada carga ideológica del concepto. Al agrupar a la gente según su ingreso (calculado como media estadística), el discurso construye una identidad social cuya principal característica es liberar del sentimiento de pobreza. Lo demás vendrá por añadidura.
Pero aun si se lo despojara de ideología, seguirá siendo problemático hablar de «clase media» como un todo homogéneo. Ya en los inicios de los años setenta del pasado siglo, Juan Bosch era exhaustivo en su análisis, que provocó disensiones teóricas, de la baja, mediana y alta pequeña burguesía y sus respectivas diferencias internas.
Lo cierto es que el ingreso, como dínamo de la clase media, ha servido a los políticos de todas las latitudes, pero especialmente latinoamericanos, para levantar altares al presunto progreso del que se dicen artífices.
¿Sirve el ingreso para definir la posición en la escala social? Los más diversos estudiosos dicen que no. En primer lugar porque, más allá de la autopercepción inducida por el discurso, una definición «objetiva» de clase media incluye dimensiones distintas, sin cuyo disfrute pierde relevancia. Por ejemplo, la calidad del consumo, el nivel educativo, la relevancia de la ocupación. En términos subjetivos, implica expectativas que, según los sociólogos Cecilia Güemes y Ludolfo Paramio, tocan la movilidad social, las esperanzas de futuro para los hijos y el deseo de que la desigualdad deje de ser hereditaria.
Por ser un problema complejo, no debería ser despachado con simples cifras. Hacerlo así introduce sesgos que validan ficciones. De ahí que, para mi gusto, resultaba más prometedor que el presidente Abinader hablara de políticas públicas y redistributivas concretas –no del PIB nacional y per cápita– que modifiquen de raíz, con todas sus implicaciones sociales, la realidad ocultada por la media estadística: que el 1% más rico se queda con el 30.5 % del ingreso bruto nacional y el 50 % más pobre, con el 13 %.
Una última cosa: superar la línea de pobreza, sea por la mejora del ingreso o por la eficacia de los subsidios sociales, no garantiza que no se dará marcha atrás. Se pasa, en todo caso, a la llamada clase media vulnerable, esa que, si sopla una brisita, sale volando.