Escuchaba Clair de Lune, el tercer movimiento de la Suite bergamasque, de tempo lento y carácter etéreo; y recordaba que Claude Debussy se inspiró en el poema homónimo de Paul Verlaine. En una escena, personajes disfrazados parecen felices entre la música y la danza, pero esconden una profunda melancolía.
La dualidad entre apariencia y realidad es una metáfora perfecta de la dinámica actual de las redes sociales, con la construcción de imágenes idealizadas de vidas que ocultan su verdadero estado emocional.
La banalidad ha devenido norma. Lo aparente supera la esencia y la imagen, el contenido. Como los personajes del poema, los usuarios publican fotos sonrientes, momentos perfectos y reflexiones prefabricadas que rara vez reflejan sus verdaderos sentimientos. En este contexto, la vida es una puesta en escena, un espectáculo continuo de felicidad fingida que oculta la soledad, la ansiedad o la insatisfacción.
Al igual que las máscaras de los bergamascos en el poema, el anonimato permite actuar sin consecuencias, difundiendo odio, desinformación o atacando a otros sin temor a represalias. La falta de identidad clara libera a quienes, desde la sombra, disfrutan de la impunidad digital. Este fenómeno refuerza la hipocresía: personas que en público sostienen valores de respeto y tolerancia, pero que en redes se esconden tras un perfil falso para difundir veneno.
El poema de Verlaine, aunque escrito en el siglo XIX, anticipa esta contradicción moderna. La luz de la luna ilumina a los personajes, pero los deja atrapados en su ficción. La hiperconectividad actual refuerza la distancia entre la imagen pública y la verdad personal, sin generar mayor autenticidad. La pregunta es más apremiante que nunca: ¿dejaremos de vivir alguna vez tras máscaras digitales?