Las estadísticas sobre delitos sexuales basadas en denuncias no lo dicen todo, pero aproximan al intenso grado de violencia sexual de la sociedad dominicana. Pese al subregistro inevitable, las pubicadas por la Procuraduría General de la República, correspondientes al 2024, deberían alarmarnos. Pero no. Indolentes, somos ajenos a las consecuencias de esta violencia que afecta, abrumadoramente, la vida de las mujeres y las niñas.
Durante ese año, las Unidades especializadas en violencia de género, intrafamiliar y delitos sexuales (UVGS) recibieron 7,206 denuncias. De ellas, 1,430 fueron por violación sexual, 538 por incesto y 2,177 por seducción de menores, un eufemismo legal que encubre la violación. No son estos los únicos delitos que dañan la integridad de las víctimas, pero sí la punta del iceberg, como tampoco son estas cifras las reales.
Diversos estudios estiman que entre el 63 % y 87 % de los delitos sexuales no se denuncian. En el caso del incesto, entre el 70 % y el 90 % es arropado por el silencio. Las razones son muchas, pero prevalecen la estimagtización y la culpa.
Disociada, nuestra sociedad se defiende de sus corrosivas miserias haciendo contorsionismo moral. Mientras su discurso público –en el que resuenan sin sordina los mantras religiosos– pretende «salvarnos de las desviaciones» borrando la sexualidad (excepto, desde luego, la biologicista), las prácticas culturales alientan la violencia sexual contra mujeres y niñas y banalizan las secuelas emocionales, psíquicas y corporales del abuso.
Repitamos una verdad de Perogrullo: la violencia sexual está legitimada. El mismo abordaje de las denuncias de violación e incesto por los tribunales de justicia, que deberían resarcirlas, desnuda el entramado de complicidades en desfavor de las víctimas.
Un reportaje de agosto del año pasado del Centro de Periodismo Investigativo, redactado al alimón por periodistas dominicanas y puertorriqueñas, destaca el laxo tratamiento de la violación sexual por la justicia dominicana: de las 1,454 denuncias recibidas en 2023, solo 92 fueron sentenciadas. Es decir, el 6.33 %.
También en 2024, la Suprema Corte de Justicia analizó una muestra de sentencias en casos de feminicidio, violación sexual e incesto en el período 2020-2022. Solo en el 13 % del total, los tribunales adoptaron la perspectiva de género y el 31 % lo hizo de manera implícita. Es decir, el 51 % ignoró la gravitación de las relaciones de poder desiguales entre hombres y mujeres sobre la comisión del delito.
Los datos que ponen números y porcentajes al drama deberían convocarnos al debate sobre la necesidad de un cambio radical de cultura que destierre la violencia sexual masculina. Pero otra vez, no. Es más cómodo guardar silencio, patologizar al delincuente o comprometer al Estado con la adopción de políticas públicas que destierren el mal.
O lo que es más común, y mucho peor: la falocracia social, de la que participan mujeres, se decanta sin rubor ni mala conciencia, por la revictimización. Ella, aunque sea una niña, se lo buscó. Por eso, ni siquiera las 538 denuncias de incesto nos perturban.