Quince años atrás, sin proponérmelo, se levantaron de manera imperceptible en mi dormitorio unas torres de libros, integrando una suerte de urbanización literaria claramente sesgada por el predominio del culto a la memoria. Cuando finalmente caí en cuenta del misterioso fenómeno que me estaba arropando lentamente en la recámara -como hace el sueño cuando nos seduce y sumerge en sus meandros-, decidí realizar urgente inventario. Cuyo balance comparto con mis lectores, revisitando la experiencia.
Podría afirmar que hace tiempo me atrapa la memoria. Con ella he vivido desde que me asiste la razón. Quizá por ello mi afición a los viejos y a lo viejo, aun cuando era niño y adolescente, sin privarme de los encantos de cada edad. Ha sido, en cierto modo, una manera cómoda de viajar, inmóvil, como marinero en tierra. Mi madre cercana a los 93 era memorialista prodigiosa. Registraba cada detalle de lo que le rodeaba. Era un reservorio, lógico y ordenado, de todo lo vivido por ella y sus coetáneos. De muchas otras vidas con sus escaleras de ascendencia y descendencia. De lo que leyó en libros, periódicos y revistas. De lo que vio en el cine y la televisión. De lo que oyó decir a otros. Disfrutaba regocijada ese vital oficio.
Depositaria de otras memorias que cultivó y preservó con esmero relojero: la de sus padres, abuelos y tías. A éstas visitaba cada semana en ritual casi religioso. Desde infante la acompañé a esas jornadas en la zona colonial, bajo el encanto del helado de mantecado y las tostadas del Bar América, el pan dulce calientito de Quico, las golosinas del Mickey y la magia cinematográfica en tandas infantiles. Y por supuesto, los paseos por los espacios públicos de una ciudad amable: la glorieta del Parque Independencia, el Parque Infantil Ramfis con sus columpios y el balneario de Güibia techado por frondosos almendros con su salutífera brizna yodada que dilataba mis bronquios apretados.
Sin proponérmelo -tal vez como homenaje silente a tan maravillosa matrona- he extendido el hábito memorioso a la literatura. En 2009 la mesita de noche -no la de Vitico- de mi dormitorio fue invadida por unas piezas rectangulares cargadas de memorias en bloques de letras. Tantas y diversas que formaron un verdadero barrio de torres de Babel, un cul-de-sac bibliográfico en el que se mezclaron géneros -biografía, poesía, relato, crónica, apuntes de viaje, diario-, épocas y autores, locales y extranjeros. Pero todos trabajando al unísono la memoria. Ejercitándola para sacarle lustre. Un breve inventario de estas torres bibliográficas que amenazaron con caer sobre mi cabeza o entretuvieron la placidez pegajosa del ocio de feriados, da una idea de mis aficiones de entonces.
Eran básicamente tres torres. Una, la más próxima, armada de materiales muy diversos, como los atractivos bazares que existían en la avenida Mella. Junto al tomo 7 de Boquechivo, de Harold Priego, apisonándolo con el peso de cinco siglos, se ubicaba el volumen I de Tratados de Bartolomé de las Casas, con su terrible Brevísima relación de la destrucción de las Indias y la polémica con el doctor Ginés de Sepúlveda sobre la condición de los indios y los derechos de los colonizadores. Esta coincidencia entre el fraile defensor de los aborígenes y el genial caricaturista nuestro era como si se hubiesen confabulado traspasando la barrera del tiempo, justo cuando se discutía una nueva Constitución (la del 2010). Haciéndoles compañía, descansaban dos tomitos de Breve Historia de la Revolución Mexicana, de Jesús Silva Herzog, que releía en reedición de FCE, ya que la original de 1960 me la desaparecieron las polillas humanas. Para mantenerme en México, tenía al alcance la biografía del muralista Diego Rivera, de la autoría de Raquel Tibol.
Los poetas -siempre los poetas- hace tiempo me persiguen con su sonsonete melódico, sus metáforas construidas a soplos de viento y hebras de espuma. Leía una biografía de Baudelaire, el poeta maldito, de Mario Campaña, intercalada con Memorias del Azar, un bocadillo marino -pletórico de nostalgia de la Güibia que compartimos, pez, almendras, mandarinas- de mi hermano Enriquillo Sánchez («José: a los dos nos fusilaron juntos en San Juan hace casi 150 años. A tu bisabuelo Benigno y al mío Francisco del Rosario»). Desde que conocí al irlandés hispanista Ian Gibson, cuyas obras sobre Lorca, Dalí y Machado había devorado, nada de Gibson me ha sido ajeno. Tenía en mi torre, en lista de espera, Cuatro Poetas en Guerra (Machado, Juan Ramón, García Lorca y Miguel Hernández). Del narrador de prosa poética Juan Goytisolo -asociado al boom de la literatura hispanoamericana de los 60 y 70- me acompañaba En los reinos de Taifa, libro articulado por crónicas de viajes y vivencias del autor en París, Cuba, Unión Soviética y África, en los años del internacionalismo socialista.
Don Miguel de Unamuno me aportaba su ladrillo Por tierras de Portugal y de España, impresiones de viaje por la geografía regional de la península y notas sobre la literatura y el paisaje lusitano. Enamorado entonces de todo lo referente a Portugal -incluido el bacalao en cualquiera de sus culinarias y el fado de la mozambiqueña Mariza-, disponía de varios pisos de Fernando Pessoa (Libro de desasosiego; El regreso de los dioses), José Saramago (El año de la muerte de Ricardo Reis; Viaje a Portugal; Cuadernos de Lanzarote; Memorial del Convento; El Evangelio según Jesucristo) y Eça de Queirós. Este escritor realista y liberal, diplomático en Cuba, Inglaterra y Francia, gozaba de privanza en la biblioteca de mi padre Francisco. Cuentos Completos nos ingresa a su mundo de temas y personajes, en su cautivante estilo. Ecos de París y Cartas de Inglaterra recogen sus colaboraciones en la Gazeta de Noticias de Brasil. En la gatera esperaban El misterio de la carretera de Sintra y El primo Basilio. Ya su obra El crimen del Padre Amaro fue llevada al cine con ambientación mexicana, con actuación de Gael García.
Otra torre era definitivamente anglosajona. Del inglés Graham Greene, vinculado a los servicios de inteligencia británicos, había leído Vías de Escape. Una refrescante autobiografía llena de aventuras reales llevadas a sus novelas y al cine –Expreso de Oriente, El poder y la gloria, sobre la revolución de los cristeros en México, Nuestro hombre en La Habana, escenificada en la Cuba pre castrista, Los Comediantes, bajo la dictadura de Papa Doc, El Americano impasible, en la Indochina francesa que enfrenta la guerrilla de Ho Chi Minh. También allí habitaba Memorias de Tennessee Williams. De mérito descarnado, revela los meandros atormentados de este talentoso gozador, cuyas obras llenaron de gloria el teatro y el cine. Era como volver a Un tranvía llamado deseo, La noche de la iguana, La gata sobre el tejado caliente, De repente el verano, Dulce pájaro de la juventud, La rosa tatuada, Zoo de cristal. En Memorias Williams retrata los episodios más notorios de su vida, salpicada de escenas con la bohemia literaria de los Truman Capote, Gore Vidal y Jack Kerouac. Su afición a la bebida, las pastillas (se atragantó un pote que lo llevó a la muerte), los viajes, las celebridades, el celuloide y las tablas. Revelando sin tapujos sus amores homosexuales.
La torre anglosajona la reforzaba el gran Saul Bellow, con Todo cuenta: Del pasado remoto al futuro incierto. Estimulante recopilación de artículos, apuntes de viaje, ensayos, de este narrador norteamericano y su época marcada por la Guerra Fría. En lista de espera figuraba El legado de Humboldt. Recién llegado al edificio, otro espía británico que cruzó dos siglos: el novelista, dramaturgo y guionista W. Somerset Maugham (1874-1965). Quien se instaló en un piso con El caballero del salón. Autor cotizado que alimentó la industria del cine (Servidumbre humana, La luna y seis peniques, sobre la vida de Paul Gauguin, El filo de la navaja), Maugham cuenta las peripecias de un viaje a caballo, navegando aguas fangosas y en auto, desde Rangún, Birmania, hasta Haiphong, Vietnam, pasando por Siam.
El escritor y compositor norteamericano Paul Bowles -cónyuge de la escritora Jean Auer-, radicado en Tánger y anfitrión frecuente de sus pares malditos Williams, Capote, Kerouac, Burroughs y Ginsberg, era viejo residente con su Memorias de un nómada, seña que define a este viajero incansable.
Ya desfiló por ese cul-de-sac Günter Grass con su autobiografía Pelando la cebolla, despellejando las capas de su bulbo memoria para contarnos sus orígenes en la ciudad libre de Dánzig, donde su padre tenía una bodega, el paso juvenil por las Waffen-SS y como artillero bajo el régimen nazi. La experiencia como minero de postguerra, los años duros del exilio parisino que parieron El tambor de hojalata. Esperaba tranquilo Diario de viaje de un naturalista alrededor del mundo, de Charles Darwin, primorosamente impreso por Espasa. Pasaje de viaje junto a este joven indagador de nuevos mundos a bordo del Beagle, surcando los mares de Australia y Sudamérica, admirando en las Galápagos las iguanas marinas y las tortugas gigantes.
Una torre latinoamericana tenía como zapata Memorias de una dama, del irreverente peruano Santiago Roncagliolo, al filo de la navaja de una historia caribeña con ribetes de mafia y tramas de la CIA. Con compañías más sobrias como Memorias de Bioy Casares, que documenta los amores literarios del autor con Borges -con quien creó el heterónimo Bustos Domecq-, la vida muelle en estancias y viajes de recreo junto a su esposa Silvina, hermana menor de la millonaria Victoria Ocampo -animadora del grupo Sur y de la revista homónima, tan cara a las letras hispanoamericanas. Borges, un ladrillo de 1663 páginas extraído de los diarios de Bioy, amplía y detalla las relaciones de estos dos memorialistas con quienes compartí una tarde en El Ateneo de Bs. Aires en los 60. Papeles inesperados me retornó a Julio Cortázar. Textos inéditos pulcramente escritos, nuevas historias de cronopios, anotaciones de viajero, auto entrevistas, artefactos literarios. Construcciones de ese niño grandulón que conocí en Santiago de Chile, cuando Salvador Allende ascendió a la presidencia en noviembre 70 para retar con su bonhomía y coraje las irrefrenables garras del cóndor.