En marzo de 1895 anda Martí en procura de arreglos apropiados a la empresa libertaria cubana, por la cual ofrendaría generoso su virtuosa existencia. La tierra de Haití es recorrida en sus caminos por el Apóstol poeta, quien recoge notas en su Diario, de lo visto y vivido.
“Por los fangales, que eran muchos, creí haber perdido el camino. El sol tuesta, y el potro se hala por el lodo espeso. De la selva, a un lado y otro, cae la alta sombra. Por entre un claro veo una casa, y la llamo. Despacio asoma una abuela, y la moza luego con el niño en brazos, y luego un muchachón, con calzones apenas, un harapo por sombrero, y al aire la camisa azul. Es el camino. Dieciséis años tiene la madre traviesa. Por dejarles una pequeñez en pago de su bondad les pido un poco de agua, que el muchachón me trae. Y al ir a darle unas monedas, “Non: argent non: petit livre, oui. Por el bolsillo de mi saco asomaba un libro, el segundo prontuario científico de Paul Bert. – De barro y paja, en un montón de maíz, es la habitation de Mamenene, en el camino del Cabo. Alrededor, fango, y selva sola. Sobre la cerca pobre empinaba los ojos luminosos Auguste Etienne.
Ya después de las diez entro en Fort Liberté, solo. De lejos venía oyendo la retreta, los ladridos, el rumor confuso. De la casa cerrada de una feliciana, que me habla por la pared y no tiene alojamiento, voy buscando la casa de Nephtalí, que lo puede tener. Ante el listón de luz que sale de la puerta a medio cerrar recula y se me sienta mi caballo. “¿Es acá Nephtalí?” Oigo ruido y una moza se acerca a la puerta. Hablamos, y entra…” Bien sellé, bien bridé: pas commin” (Bien ensillado, bien embridado: nada común). Eso dicen, adentro, de mí. Sí, puedo entrar, y la moza, con su medio español, va abrirme la puerta del patio. En la oscuridad desensillo mi caballo y lo amarro a una higuereta. La gallera está llena de hamacas, donde duerme gente que vino de sábado a gallear. Y adentro “de caridad” ¿habrá donde duerma y qué coma un pasajero respetuoso? Me viene a hablar, en camiseta y calzones negros, un mocete blancucho, de barbija, bigotín y bubones, que habla un francés castizo y pretencioso.
En la mesa empolvada revuelvo libros viejos: textos descuadernados, catálogos, una biblia, periódicos masones. Del cuarto de al lado salen risas, y la moza luego, la hija de la casa, a arreglar hacia el medio las sillas de Viena, y luego sale el colchón, que echo yo por tierra, y las sillas a un lado. ¿De allá adentro, quién me ha dado su colchón? Por la puerta asoma una cabeza negra, un muchachón que ríe en camisola de dormir. De cena, dulce de maní y casabe, y el vino piamontés que me puso Montesinos en la cañonera, y parto con la hija, segura y sonriente. El castizo, se fue en buena hora: “Le chemin est voiturable” (El camino está transitable), el camino de Fort Liberté. “¡Oh, Monsieur: l´aristocratie est toujours bien recue” (¡Oh señor, la aristocracia siempre es bienvenida!”): y que no hay que esperar nada de Haití, y que hay mucha superstición, y que “todavía” no ha estado en Europa y que “si las señoras de al lado quieren que las vaya a ayudar”.
Le acaricio la mano fina a la buena muchacha, y duermo tendido, bajo el techo amable. A las seis, está en pie Nephtalí a mi cabecera: bienvenido sea el huésped, el huésped no ha molestado: perdónelo el huésped porque no estaba anoche a su llegada. Todo él sonríe, con su dril limpio y sus patillas de chuleta: van saliendo en la plática nombres conocidos: Montesinos, Montecristi, Jiménez. No me pregunta quién me envía. Para mí es el almuerzo oloroso, que el mocetín, muy encorbatado, se sienta a gustar conmigo, y Nephtalí y la hija me sirven. El almuerzo es buen queso y pan suave del horno de la casa y empanadillas de honor, de la harina más leve, con gran huevo, el café es oro y la mejor leche. Madame Nephtalí se deja ver, alta y galana, con su libro de misa, de mantón y sombrero y me la presenta con ceremonia Nephtalí.
En el patio, baña el sol los rosales, y entran y salen a la panadería, con tableros de masa, y la gallera está como una joya, ya limpia y barrida, y Nephtalí dice al castizo “que superstición en Haití hay y no hay: y que el que la quiere ver la ve, el que no, no da nunca con ella, y él, que es haitiano, ha visto en Haití poca superstición”. Y ¿en qué se ocupa Monsieur Lespinasse, el castizo amigo de un músico de bailes que lo viene a ver? ¡Ah! Escribe uno u otro artículo en L´Investigateur, es un periodista: “L´aristocratie n´a pas d´avenir dans ce pays-ci” (La aristocracia no tiene porvenir en este país). Para el camino me pone Nephtalí del queso bueno y empanadilla y panetela. Y cuando me llevo al buen hombre a un rincón y le pregunto temeroso lo que le debo, me ase por los dos brazos y me mira con reproche: “¿Comment, frère? On ne parle pas d´argent, avec un frère” (¿Cómo, hermano? No se habla de dinero con un hermano). Y me tuvo el estribo, y con sus amigos me siguió a pie, a ponerme en la calzada.”
Continúa su recorrido por Haití y despliega su talento descriptivo a golpe de trazos breves, reveladores de esa fuerza perceptiva profunda y sensible que nos cautiva como lectores.
“Como un cestón de sol era Petit Trou aquel domingo. A vagos grupos, planchados y lucientes, veía el gentío de la plaza los ejercicios de la tropa. La fiesta está en el sol, que luce como más claro y tranquilo, dorándolo todo de un oro como de naranja, con los trajes planchados y vistosos, y el gentío sentado a las puertas, o bebiendo refrescos, o ajenjo anisado, en las mesas limpias, al sombrío de los árboles, o apiñado bajo un guanábano, donde oye el coro de carcajadas a un vejancón que tienta de amores a una vieja, y los mozos, de dril blanco, echan el brazo por la cintura a las mozas de bata morada. Una madre me trae, al pie del caballo, su mulatico risueño, con camisolín de lino y cintas, el gorro rosado, y los zapatos de estambre blanco y amarillo. Y los ojos me comen, y luego se echa a reír, mientras se lo acaricio y se lo beso.
Vuelvo riendas, sobre la tienda azul, a que el potro repose unos minutos, y a tender sobre una mesa mi queso y mi empanada, con la cerveza que no bebo. Con el bastón en alto aparecía un ochentón, de listado fino y botines de botonadura. La esposa, bella y triste, me mira, como súplica y cuento, medio escondida al marco de una puerta; y juega con su hija, distraída. El amo, de espaldas, me cubre con los ojos redondos desde su sillón, de botín y saco negro, y reloj bueno de plata, y la conversación pesada y espantadiza. Con los libros de la iglesia, y los cabos del pañuelo a la nuca, entra la amiga, hablando buen francés. De un ojeo copio la sala, embarrada de verde, con la cenefa de blando amarillo, y una lista rosa por el borde, El aire mueve en las ventanas las cortinas. Adiós. Sonríe el amo, solícito a mi estribo.”
Entre jornadas en el trayecto de su ruta prácticamente solitaria por Haití, el fundador en 1892 del Partido Revolucionario Cubano -destinado a articular los esfuerzos políticos y militares propicios al logro de la independencia de Cuba y a contribuir con la de Borinquen, la otra hermana antillana aún bajo dominio imperial de España-, reflexiona y entretiene el insomnio libertario que le acompaña.
“Duerme mal, el espíritu despierto. El sueño es culpa, mientras falta algo por hacer. Es una deserción. Hojeo libros viejos: Origines des Découvertes attríbuées aux Modernes, de Dutens, en Londres, en 1776, cuando a los franceses picaba la fama de Franklin, y Dutens dice que “una persona fidedigna le ha asegurado que se halló recientemente una medalla latina, con la inscripción Júpiter Elicius, o Eléctrico, representando a Júpiter en lo alto, rayo en mano, y abajo un hombre que empina una cometa, por cuya manera se puede electrizar una nube, y sacar fuego de ella”; a lo que pudiese yo juntar lo que me dijo en Belice la mujer de (Augustus) Le Plongeon, del que se quiso llevar de Yucatán las ruinas de los mayas, donde se ve, en una de las piedras pintadas de un friso, a un hombre sentado, de cuya boca india sale un rayo, y otro hombre frente a él, a quien da el rayo en la boca.
Otro libro es un Goethe en francés. En Goethe, y mucho más lejos, en la antología griega -y en la poesía oceánica, como los pantunes-, se encuentran los ritornelos, refranes y estrambotes que tiene Ia gente novelera, y de cultura de alfiler, como cosa muy contemporánea: la profecía y censura de las minimeces de hoy y huecas elegancias, se encuentran, enteras, en los versos sobre Un chino en Roma (Der Chinese in Rom).”
Anota en su trajinar tortuoso por Haití y brota la prosa poética. “Vadee un riachuelo, que al otro lado tiene un jabillal, de fronda alta y clara, por donde cae, arrasando hojas y quebrando ramos, la jabilla madura que revienta. Me detengo a remendar las amarras de mi capote, que son de cordel rabón, a poco de andar, a la salida del río, junto a un campesino dominguero, que va muy abotinado en su burro ágil, con la pipa a los labios barbudos, y el cabo del machete saliéndole por la rotura del saco de dril blanco. De un salto se apea, a servirme. -¡Ah, compère! ne vous dérangez pas. – Pas çá, pas çá, l’ami. En chemin, garcon aide, garcon. Tous sommes haitiens ici.” ¡Ah, compadre! No se moleste -dice Martí. Responde amable el campesino haitiano: No, no, amigo. En el camino la persona ayuda a la persona. Todos somos haitianos aquí.
Y entonces se muestra la gentileza solidaria del haitiano ante el peregrino: “Muerde, y desbobla, y sujeta los cordeles; y seguimos hablando de su casa y de su mujer y de los tres hijos con que Dieu m’a favorisé, y del bien que el hombre siente cuando da en el curso con almas amigas, que el extraño de pronto le parece cosa suya, y se le queda en el alma recio y hondo, como una raíz. – Ah, oui!, con el oui haitiano, halado y profundo: – Quand vous parlez de chez un ami, vous parlez de chez Dieu (Cuando usted habla de la casa de un amigo, usted habla de la casa de Dios).”
Así nos deja Martí, semblanzas de esa tierra de lo real maravilloso, que lastimosamente nos llega hondo y cerca su desgracia.