«Las tierras del este (República Dominicana, D.C.R.) son pródigas en caña de azúcar. Para mí, que en estas tierras uno ya ha perdido hasta la conciencia, porque cada familia tiene miedo de sus vecinos debido al terror que implantan los invasores con la fuerza de sus fusiles máuser y de sus ametralladoras. Ellos han establecido sus leyes a fuerza de ahorcamientos y balazos…» (2003:5)
Marcio Veloz Maggiolo (De la novela La vida no tiene nombre)
¡Ay de los vencidos! (1925) o Novela de los días de la ocupación yankee en la República Dominicana, como la subtituló su autor, es una obra casi desconocida en el ambiente cultural dominicano. Escrita por Rafael Damirón (1882 – 1956), novelista, ensayista, periodista y dramaturgo criollo, en la obra se recrea uno de los hechos que conforman la historia social, política y económica de la República Dominicana: la primera intervención estadounidense, llevada a cabo en este país entre los años 1916 – 1924, y en ella se describen con vigor y dramático realismo muchas de las atrocidades cometidas por los soldados del poderoso imperio norteamericano en contra de los hombres y mujeres que por oponerse al gobierno usurpador eran atrapados y encerrados en férreas prisiones.
«El crimen de la ocupación de la República Dominicana – apunta el autor en el prólogo de la obra – parece, ante los ojos del pueblo americano, un incidente trivial, un plan sin trascendencias del Departamento de Estado que la dirigió; pero si analizamos los hechos y los medios puestos en práctica para ella, sus sombrías y bochornosas consecuencias, la ocupación de la República Dominicana tendrá que ser, para los Estados Unidos, el mayor sonrojo, la página más indecente de su historia. Quien tenga el privilegio de escribir, siquiera a grandes rasgos, este luctuoso período, tendrá que asombrase ante el espectáculo de la más inaudita barbarie actuando en nombre de la mistad y la civilización…» (p.11)
El contenido de la novela que ocupa nuestra atención lo evoqué y relacioné en mayo del 2004 al observar las imágenes y leer los testimonios ofrecidos por prisioneros iraquíes, sometidos a todo tipo de abusos, maltratos y humillaciones por soldados norteamericanos en una cárcel ubicada en la cercanía de Bagdad. Tan crueles fueron los abusos descritos que hasta el propio George W. Bush, entonces presidente de los Estados Unidos, los catalogó de «repugnantes» y «viles»:
«Éramos tratado como animales – relata un prisionero. Nos obligaban a masturbarnos, ponernos ropa femenina, desnudarnos al llegar a la prisión, apilarnos desnudos uno encima del otro, ladrar como perros, comer alimentos sacados de los inodoros y dormir en el piso, al cual los soldados le derramaban agua antes de acostarnos. Si no hacíamos lo que ellos ordenaban, nos golpeaban sin piedad por la cara y el pecho». «Yo vi – confiesa otro – a un traductor del ejército norteamericano violando sexualmente a un adolescente que gritaba de dolor y otro guardia me encapuchó y en mi presencia obligó a mi novia practicarle sexo oral. También vimos a dos militares sujetar fuertemente a una joven prisionera, mientras otro la penetraba por detrás. A todos esos actos de torturas y humillaciones, los guardias les tomaban fotos…» (El País, 18/5/2004)
De igual manera se comportaron soldados del ejército de los Estados Unidos cuando en 1916 ocuparon el territorio dominicano. Como bien se percibe en la dramática relación presentada por Leonardo Silva, poeta, guerrillero y personaje central de ¡Ay de los vencidos!, en correspondencia remitida a sus familiares desde la manigua:
«¿Quién de estos pobres dominicanos que me acompañan – pregunta Silva – no ha visto, atado a un poste del camino, violar a su esposa y a su hermana, mofar a su anciana madre y huir lleno de espanto a sus pobres hijos, enloquecidos por el terror? Si el mundo supiera de cómo esos hombres rubios comandados por oficiales que parecen personas decentes, matan y se entretienen con las mayores crueldades, no sería imposible suponer que no estuvieras luchando por nuestra libertad…» (p.70).
Y más adelante continúa el guerrillero su espeluznante y descriptivo testimonio:
«Por los caminos huían mujeres y niños, cuyos rostros denunciaban el más tremendo pánico. Seguimos, y a la puerta del primer rancho encontramos sobre un charco de sangre a un adolescente que lloraba y llamaba angustiosamente a su madre. Su agonía era espantosa. Había sido herido con bayoneta, y mientras con una mano trataba de contener los intestinos que brotaban ensangrentados por la herida, nos decía con voz apagada : “Ahí dentro, ahí dentro, y entramos y vimos a su joven madre amarrada sobre una especie de pequeño camastro rústico, roto el corpiño, al aire sus dos senos llenos de los profusos cardenales que eran señal de la profanación que en ella había cometido la lujuria, perdido el conocimiento y casi la vida al peso de la lascivias y del crimen…”» (p. 71)
Pero no solo Rafael Damirón logró presentar un retrato novelado acerca de los dramáticos sucesos acaecidos durante la primera ocupación yanqui de la República Dominicana, y muy particularmente sobre los desmanes, abusos y maltratos que las fuerzas militares estadounidenses salvajemente cometieron en perjuicio de los rebeldes dominicanos que de manera valiente enfrentaron al invasor en pos de la libertad de la soberanía nacional. En su novela La vida no tiene nombre (2003), el afamado y muy citado escritor Marcio Veloz Maggiolo (1936 – 2021), acerca del susodicho período, nos presenta un panorama bastante parecido al de ¡Ay de los vencidos!:
«Las tropas de los gringos recorren en mulos y caballos los innumerables caminos que se pierden entre los cañaverales y bateyes. Ellos son de un país que se llama «Los Estados Unidos». Un país que a pesar de su nombre no quiere unirse a nosotros y ayudarnos, sino darnos mal trato y mala vida. Llegaron un buen día los marines de Estados Unidos y oí decir que un tal míster Knapp tenía la muñeca fuerte, es decir: era capaz de meter en cintura al más pintado. Yo no lo conocí; solo he oído mencionar su nombre, y les juro que lo que dicen de él parece verdad: por muertes y atropellos no se paraba el míster Knapp. Les partió el pescuezo a muchos infelices, y dicen que se reía cuando le informaban que uno de nosotros había caído en las garras de los marines…»
(Continuará…)