Yo, Abimbaito, planto mi queja. Dejé a los Reyes Magos mi carta de deseos colgada en las ramas de una menguada mata de café, en las lomas de Villa Trina, otrora espléndida y luminosa por su riqueza cafetalera. La leyeron, derramaron una lágrima. Y nada más.
Quizás se entristecieron porque en estos parajes ya casi no queda nada de aquellos hermosos cafetales y siembras diversas. Los árboles que subsisten están desatendidos. No es raro. A lo largo y ancho del mundo rural impera el desconsuelo.
El ardoroso y batallador hombre de campo dominicano artífice de la Independencia, sostén de la Restauración, forjador de nuestra nación, se encuentra en proceso de extinción. Son tantos los desencantos sufridos que ha perdido el amor a la tierra, a la siembra.
Hueso duro de roer. La conspiración contra su esencia _ los pueblerinos despectivamente se refieren a él como campuno _, es antigua y persistente.
Por decenios y decenios no pudieron descarrilarlo de su esforzada rutina, dura, enaltecedora. Ni derribar su mística de esfuerzo persistente, sacrificio, trabajo bien hecho, con seriedad y criterio.
Contra ti, hombre de campo, adherido a tu paisaje como integrante natural del espacio, no ha habido tregua. Se propusieron aniquilarte. Parece que lo han conseguido, aunque nunca me resignaré a aceptarlo.
Utilizaron argucias. Lo abatieron al igual que una jauría reduce al jabalí salvaje de nuestras laderas. Lo convirtieron en chivo expiatorio, en caballito redentor del poblador urbano. En escudo político de los partidos y gobernantes de turno.
Contra ti, agricultor dominicano, se conjuraron todas las furias, todos los vientos, todas las tempestades.
Una y otra vez lo quebraron al comprar sus cosechas. Una vez sí y otra también, hurtaron su beneficio. Subsidiaron al urbano y engordaron al intermediario.
Y, salvo en declaraciones a la prensa, nadie se inmutó de la suerte de sus platanales, tumbados por el viento; de sus yucales convertidos en jojotos por efecto de las plagas; de sus batatales inundados por las lluvias torrenciales; tampoco de sus cafetales carcomidos por la roya. O los cacaotales infectados… Y así hasta el lacerante infinito.
El hombre del campo, otrora laborioso y recto, ha sido inducido a punta del certero cañón del Remington cantado por el poeta Octavio Guzmán Carretero, a abandonar su lar, emigrar a las ciudades, irse a los nuevayores.
Se cansó de hincar el lomo solo para acostarse cansado, sin perspectivas de vida. Desprovisto de agua potable, electricidad estable, caminos vecinales decentes, lugares de entretenimiento. Hastiado de ser el comodín que alimenta a los residentes urbanos, recibiendo apenas las migajas que deja el entramado comercial y financiero, para mal vivir y peor morir.
Y que no digan de ti que ese es el costo del desarrollo, campesino nuestro, denostado, agraviado, olvidado.
De un tiempo acá, el brillo centelleante de las luces de las urbes lo atrae. En el asfalto duro e inhóspito ha creído encontrar voces de aliento ante su fatal destino. Pero no, está irremediablemente condenado.
De la sobriedad que lo llevaba a afrontar el trabajo a profundidad se ha mudado a un modo de vida que le es hostil. El oasis citadino es traicionero. El moto concho, las remesas, el subsidio del Estado, el juego, el alcohol, la errancia han alterado su estilo de vida.
En verdad, hay agricultura, pero el hombre de campo dominicano se difumina y casi ya no existe.
Lo que muchos disimulan no saber, incluyendo a la clase dirigencial, es que contigo, esforzado campesino y agricultor dominicano, se diluye la esencia de la patria, pues ella en ti se resume: no en vano encarnas la bandera tricolor. A tus espaldas, el vacío que dejas lo asumen otros colores, mantenidos en la oscuridad de la noche en espera de que la salida del sol los alumbre.
Los Magos de oriente no despreciaron mi carta. Al leerla visualizaron un futuro sin tu presencia, agricultor y campesino dominicano, derramaron sus lágrimas conmovidos por tu destino y se propusieron unir sus fuerzas para alumbrar el camino de nuestra nación, nítido en tantos aspectos, lúgubre en otros.
Y me dejaron el más hermoso de los regalos: abrieron mi mente para que sembrara el mensaje de que un país con sus campos vacíos deja de tener futuro y lo transfiere a otros que no somos nosotros.
La encomienda es mimar al campo, restablecer los núcleos poblacionales afincados en el trabajo dignificador del mundo rural, proveerlos de condiciones estimulantes de vida. Recrear al país. No más, tampoco menos.
Contra ti, hombre de campo, adherido a tu paisaje como integrante natural del espacio, no ha habido tregua. Se propusieron aniquilarte. Parece que lo han conseguido, aunque nunca me resignaré a aceptarlo… Lo convirtieron en chivo expiatorio, en caballito redentor del poblador urbano.