Alberto Bayo Giroud (1892-1967), teniente coronel de aviación republicano español, nacido en Camagüey, Cuba, de padre ibero y madre cubana, formado profesionalmente en Estados Unidos y España, participante en la Guerra Civil que enfrentó al gobierno de la República con el bando nacionalista insurgente encabezado por el general Francisco Franco. Exiliado en México, donde enseñó en la Escuela de Aviación de Guadalajara y fungió como asesor militar contratado interviniendo en varios proyectos armados en Centroamérica y el Caribe. Incluyendo la fracasada expedición de Luperón de junio de 1949, organizada en Guatemala por el tenaz líder del exilio antitrujillista Juancito Rodríguez (Moca 19/11/1886-Barquisimeto 1960), bajo el alero protector del presidente Juan José Arévalo.
Bayo fue entrenador principal de Fidel Castro, el Che Guevara y sus compañeros en la estancia Santa Rosa, en Ayotzingo, zona montañosa ubicada a unos 47 kilómetros de Ciudad México. Quienes, radicados entonces desde julio de 1955 como exiliados, se embarcarían en el yate Granma desde México, tocando playa en Cuba el 2 de diciembre de 1956. Tras el triunfo de la revolución castrista, Bayo fue reconocido como un héroe, ascendido al rango de general por su contribución militar. Aparte de sus proezas en el plano de las armas que él mismo se encargó de ensalzar, fue profesor de matemáticas e idiomas, así como escritor prolijo de textos históricos, sobre estrategia militar y guerrilla, e inspirado poeta.
En su obra Tempestad en el Caribe (1950), Alberto Bayo Giroud la emprende ácidamente contra el gallardo general Juancito Rodríguez, dínamo auspiciador de las expediciones de Cayo Confites y Luperón, en las que puso no sólo el pellejo en juego sino los recursos de su fortuna personal. A quien el militar hispano cubano define en los siguientes términos en el capítulo tercero del libro, dedicado a evaluar el proyecto de Luperón (“Lucha contra Trujillo. Santo Domingo”): “Don Juan Rodríguez era muy cerrado en sus opiniones, jamás comunicaba a nadie su pensamiento, ni admitía consejos de nadie”.
Perfilado el carácter del exiliado dominicano, cuyos méritos, entrega y generosidad -a contrapelo de la opinión radical de Bayo- fueron reconocidos por los luchadores centroamericanos que combatían en esos años las feroces dictaduras militares de sus países, como era la dinastía de los Somoza en Nicaragua. Razón para elevarlo a la condición de jefe supremo de un consejo coordinador de una hermandad regional revolucionaria, cuya meta era liberar Centroamérica y el Caribe, propiciando la integración en democracia y desarrollo de sus pueblos aherrojados por el sable mandón.
Ridiculizando a los jefes de esta cofradía, etiquetada por la propaganda contraria como la Legión del Caribe, Bayo se explaya en su descripción corrosiva: “Cuando están tomando su moka, ponen su taza en el centro de la mesa representando a Somoza o al dictador en turno, enseguida le meten un terrón de azúcar por la izquierda, que representa una columna, otro terrón por la derecha, y la tercera columna se va por el centro, y acto seguido el dictador abandona sus posiciones. Y si usted no le escucha, le discute, y si no se amilana, le desafía, y si sale bien librado de aquella clase de estrategia, puede darse por muy feliz y satisfecho.
Nadie es capaz de quitar un bisturí de las manos de un doctor que está haciendo una operación, para corregirle, nadie se atrevería a dictarle a una dentista una extracción molar, nadie dejaría que su casa no se la construyera un arquitecto, nadie inventaría una píldora para probarla en su hijo, pero todo el mundo se cree un estratega o un torero, aunque pocos le quitarían el estoque de las manos a un matador. Pero sí todo el mundo dirigiría una batalla desde un lejano monte…con una automóvil al lado de la carretera.
De este mal se padeció en la revolución de Santo Domingo. Fue un fracaso de los que dirigieron aquello, que, sin entender un ápice de guerra, quisieron coger la batuta. Yo fui llamado por el general Rodríguez para encargarme de todo, pero fui engañado desde el primer momento, pues no dispuse nada, ni de nada.” Para afirmar su competencia profesional en las artes militares y en los juegos de guerra, Bayo consigna a seguidas: “Yo me he pasado la vida entera entre tiros y guerra. No sé de nada más, pero todo eso lo conozco bien y ¡es nada menos!”.
Qué le habría picado tan fuerte al orgulloso veterano de la Guerra Civil Española para emprenderla tan duro y en fecha tan reciente al paso de los hechos de Luperón contra Juancito Rodríguez y sus colaboradores cercanos en esa expedición armada contra Trujillo.
Bayo fue encomendado, en compañía del Dr. José Horacio Rodríguez -un abogado y economista con estudios en Santo Domingo, Estados Unidos y Francia, hijo de Juancito, enrolado en la frustrada expedición de Cayo Confites y en la de Luperón, comandante mártir del desembarco marítimo de junio del 59-, para adquirir las naves aéreas que se emplearían en el proyecto fraguado desde Guatemala y a la vez formar en México una compañía aérea a fin de camuflar las compras de aviones, protegiendo así los reales propósitos de su uso. Por igual, dada su condición de instructor de aviación en tierra azteca, se le asignó la tarea de reclutar pilotos entrenados de su confianza, quienes operarían los aviones.
En la primera etapa de la compra de los aviones esta mutual fue exitosa, adquiriendo en los Estados Unidos a buen precio el hidroavión Catalina que finalmente acuatizaría en la Bahía de Gracia, Luperón, comandado por Horacio Julio Ornes, cuyo despegue se realizó en solitario desde el lago Izabal de Guatemala, con marcado retraso en la coordinación con las otras unidades aéreas involucradas, solo otras dos, en definitiva. Ya que las demás unidades que debieron despegar conforme el proyecto original desertaron en la víspera junto a sus pilotos mexicanos reclutados por Bayo, escapando con la paga previa, pese a que el comandante Cosenza de la fuerza aérea guatemalteca envió aviones en persecución con fines de su captura.
Pese a los inicios auspiciosos de las relaciones Bayo-Juancito, éstas se fueron deteriorando en el curso del proyecto, ya por la incidencia en la consejería al general dominicano de otros asesores republicanos españoles, desconectándolo de la compra de nuevos aviones, ya por desconfianza legítima del olfato aguzado del mocano, dado los viajes de ir venir desde México a la base en Guatemala del consejero militar ibero que levantaron sospechas. Al grado que, en la etapa previa a la fecha de salida de la expedición, Bayo fue advertido al llegar desde México en la pensión en la que acostumbraba a alojarse en Guatemala por otro connacional involucrado en el proyecto, en el sentido de que Juancito habría dado órdenes de liquidarlo.
Confrontado el general en su cuartel de mando sobre la especie, éste le habría “echado agua al vino”, indicándole que se trataba de mera chismografía entre los propios españoles por rivalizar. Sin embargo, en evidente muestra de profunda desconfianza, manifiesta a “la hora de los hornos”, Rodríguez rechazó la participación de Bayo y su hijo también piloto en la operación aérea, remitiéndolos a ambos a una futurista expedición marítima que saldría de Cuba, en una maniobra de diversión que Bayo no se tragó.
Conforme testimonios de primera mano ofrecidos al autor de esta columna hace varias décadas por un funcionario clave de la embajada dominicana en México, servida entonces por el doctor Joaquín Balaguer, como resultado de estos episodios, el equipo de personeros asociados al coronel Bayo habría hecho contacto con el embajador y concertado la venta de los planes expedicionarios con sus detalles, ofreciendo además los servicios especializados para estructurar un plan de contingencia a desarrollarse en República Dominicana a la llegada de las fuerzas antitrujillistas.
Informado el entonces todopoderoso y efectivo Anselmo Paulino Álvarez de la oferta, por vía del embajador Balaguer, se habría trasladado personalmente a Ciudad México para entrevistarse con el informante, con quien habría concertado trato. Regresando Paulino a Ciudad Trujillo, en compañía del informante, con el propósito de reportarle a Trujillo y poner en ejecución dicho plan de contingencia, el cual le habría sido presentado personalmente al dictador.
De este modo sería conocido el objetivo de los expedicionarios de desembarcar simultáneamente en una operación tipo comando aéreo por tres puntos de la geografía nacional: por el Sur (San Juan de la Maguana), de donde el general Ramírez Alcántara era oriundo y tenía ramificaciones familiares extensas; por el Cibao (La Vega), con Juancito Rodríguez, natural de esas tierras con haciendas e influencia regional; por la Costa Norte (Luperón, provincia de Puerto Plata), con Horacio Julio Ornes, nacido y formado en la ciudad cabecera, con conexiones locales.
El plan contemplaba armar a grupos del Frente Interno que servirían de contraparte local a los expedicionarios, ubicados cada uno de los grupos en los puntos de desembarque seleccionados, amén de operaciones de distracción que se realizarían en la capital a cargo de conjurados en la trama insurgente. Los estrategas de Trujillo, con la asesoría de los mercenarios republicanos a su servicio, habrían esbozado y ejecutado con éxito el plan de contingencia, como sucediera en el caso del grupo expedicionario que arribó por Luperón, cuyos soportes locales fueron desmantelados en la víspera en operativo realizado en Puerto Plata. Dada la labor de inteligencia y penetración de la seccional local del Frente, lograda por el excapitán EN Antonio Jorge Estévez, quien había ganado la confianza de sus líderes.
Mientras esto sucedía, incidencias, como la tormenta que afectó a la nave comandada por Juancito Rodríguez, provocaron su aterrizaje forzoso y otras, quizá motorizadas por gestiones del astuto Balaguer, resultaron en el apresamiento del avión a cargo de Ramírez Alcántara en Cozumel, que debió repostar combustible gestionado por Bonilla Atiles. Quedando así el grueso de los expedicionarios varado en México. ¿Mala suerte? De todo un poco.