Luis «la Uva» grita con todas sus fuerzas mientras graba el video del «abuso» de los agentes que, como parte de las acciones del Ministerio de Interior y Policía contra el ruido, irrumpieron en el «karaokito» celebrado en un colmado en una zona residencial a altísimas horas de la noche de un domingo.
La protesta de los asistentes a la chercha, que adquirió visos políticos con insultos de todos los colores al gobierno, revela la nula comprensión de una parte importante de la población ya no del daño a la salud provocado por el ruido, sino de las prerrogativas sociales que vulnera.
Tampoco vamos muy lejos quienes, víctimas del jolgorio, rumiamos nuestro malestar. Hablamos de imposibilidad de descansar, de molestia, pero no se nos ocurre establecer el vínculo negativo entre el ruido y el derecho fundamental a la intimidad que nuestra Constitución define como el respeto y la no injerencia «en la vida privada, familiar, el domicilio y la correspondencia».
Regulado por la Ley 287-04, el ruido es sin embargo cada día más invasivo. El individualismo rampante, que obstruye toda idea de colectividad, ha hecho de esta ley papel mojado. La permisividad apela al ethos. En lugar de ser autocríticos, nos vanagloriamos de nuestra condición ruidosa otorgándole estatus de naturaleza. El dominicano es así, repetimos sin que se nos contraiga un solo músculo de la cara.
Hay que repetirlo: el ruido no es solo una molestia. Es una violación del derecho humano a la intimidad. Deberíamos, pues, reconceptualizar las premisas de nuestra lucha contra la contaminación acústica, ubicarla en el contexto de los derechos fundamentales y convertirla en instrumento de creación de ciudadanía.
Hace alrededor de dos décadas, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos estableció una jurisprudencia a la que vale echar una mirada. Decidiendo sobre una demanda presentada por una ciudadana española, cuya querella por el ruido producido por una discoteca en un barrio de Valencia fue previamente rechazada por el Tribunal Constitucional español, el TEDH estableció que «[…] El individuo tiene derecho al respeto de su domicilio, concebido no sólo como el derecho a un simple espacio físico, sino también como el derecho a disfrutar en toda tranquilidad de dicho espacio». Para el tribunal, las vulneraciones de este derecho no se limitan a lo material o corporal; también incluyen «las agresiones inmateriales o incorpóreas, como ruidos…».
No está nada mal que el mensaje navideño de Interior y Policía nos invite a «bajarle algo» al ruido y a sacar lo mejor de nosotros. Se le agradecen la exhortación y los operativos contra los focos bullosos. Pero sería bueno que, en una campaña sostenida en el tiempo, comencemos a hablar de derecho a la intimidad y no solo de afectación del descanso.