En el ordenamiento jurídico dominicano no existe la figura «relaciones impropias» para el delito imputado a Fernando Altagracia Peña Eusebio, profesor en una escuela municipal petromacorisana que, junto a otro todavía prófugo, violó sistemáticamente a una menor de trece años.
En contextos familiarizados con el concepto porque está en sus leyes, decir «relaciones impropias» comunica sin ambigüedad la naturaleza del hecho. En la República Dominicana no es así, y esto debe saberlo el ministro de Educación Ángel Hernández, que hizo uso de él cuando habló de la acusación a Peña Eusebio. Nuestras leyes son taxativas e invitan a llamar a las cosas por su nombre para evitar la edulcoración de la píldora.
El artículo 396 de la Ley 136-03, conocida como Código del Menor, describe de manera inequívoca el abuso sexual y establece las sanciones penales de las que es reo el violador. El Código Penal es aún más claro. No habla de abuso sexual sino de violación que, cuando es cometida contra un niño, niña o adolescente se castiga con pena agravada de prisión de diez a veinte años.
Es probable que Hernández quisiera respetar la presunción de inocencia del profesor acusado. Solo que, aun sin intención, quita fuelle a un hecho que no es episódico, sino conducta que parece extenderse como mancha de aceite en las aulas dominicanas.
El propio ministro ofrece un dato que debe escandalizarnos: solo el año pasado, 34 profesores fueron separados de sus funciones tras comprobarse las denuncias de violación de alumnas. Cuántos han sido este año, no lo dijo.
Dado que conocer las sanciones administrativas no basta, es deseable que, además de revelar el número de delitos sexuales comprobados en las aulas, Hernández diga si las autoridades educativas denunciaron en las fiscalías especializadas a esos 34 delincuentes. Una obligación, la denuncia, establecida en el artículo 14 de la Ley 136-03 que incluye de manera expresa entre los obligados a los profesionales y funcionarios del área de pedagogía.
Denunciar es mucho más urgente si, como dice el ministro, los depredadores sexuales que ejercen como maestros «son conocidos» por los directores y directoras de las escuelas donde trabajan. Poner al tanto al Ministerio Público es prevenir el daño inestimable que sufre la víctima.
Toda otra conducta es encubrimiento, cuando no abierta complicidad, que luce ser lo habitual. No inferimos maliciosamente. Lo demuestra que, al requerirles su opinión sobre el delito ya público, una parte de los docentes favoreció callar para «no dañar la carrera» de los acusados.
Admitamos que los empleados del ministerio son «multitud», pero decir que por esta circunstancia las violaciones sexuales pueden ocurrir, será excusa mas no justificación y ni siquiera de explicación.
Al Ministerio de Educación toca ir a la raíz, sobre todo porque los silencios aludidos por Hernández los provoca la naturalización del abuso sexual contra menores. El problema es sistémico, aunque la sanción sea individual, así que no vale mirar para otro lado. b