El martes 20 de esta semana -a salón repleto con la concurrencia de personalidades petromacorisanas y de La Romana, representativos de la meritoria comunidad cocola e historiadores de renombre-, me correspondió presentar en el Archivo General de la Nación la obra Inmigrantes de las Antillas Británicas en la República Dominicana, subtitulada Cocolos en San Pedro de Macorís y La Romana 1870-1950, del laborioso historiador y catedrático universitario Rafael Jarvis Luis. Ultimo título del programa de publicaciones del Instituto Nacional de Migración (INM) que dirige con acierto dinámico el destacado sociólogo Wilfredo Lozano.
Hace apenas dos años prologué la obra de los colegas portorriqueños Humberto García Muñiz y Jorge Giovannetti, Garveyismo y Racismo en el Caribe: el caso de la población cocola en la República Dominicana, editada por el INM e ilustrada con portada del muy querido artista cocolo Nadal Walcot -de quien poseo una valiosa colección. Cuyas mágicas plumillas estamparon la vida en el batey, animada por el silbato laborioso de la locomotora y los bailes festivos con dramatizaciones de relatos bíblicos de los Guloyas, ahora consagrados como patrimonio cultural intangible de la humanidad por la UNESCO.
Ambas obras visibilizan y justiprecian la fructífera presencia cocola en el país, al abordar su participación en múltiples organizaciones religiosas, mutualistas, sindicales, de odd fellows, culturales y deportivas, aparte de su contribución valiosa en el campo laboral. Destacándose la mítica Black Star Line -como quedó registrada en memoria local la Universal Negro Improvement Association y African Communities League (UNIA-ACL). Una organización panafricanista fundada por Marcus Garvey en Kingston (1914) y NYC (1917), que abogaba por el progreso socioeconómico de los negros, la unificación de la diáspora y la descolonización de África.
Nombre casi mágico que escuché por vez primera en los bancos parlanchines cargados de historias y nostalgias del parque central de Macorís en los 70 del pasado siglo, de labios de Juan Niemen. Un sindicalista e inteligente periodista colaborador de Mauricio Báez en la Federación Local del Trabajo y en su órgano de prensa El Federado, a mediados de los 40. Cuando el movimiento obrero agremiado en los ingenios, entre los estibadores portuarios y las costureras de los talleres de confección textil, elevaba reivindicaciones por mejores salarios y condiciones de trabajo con jornadas laborales reguladas.
En aquellos días de los 70, la mención entre los viejos macorisanos de los nombres Black Star Line y Marcus Garvey obraba como un disparador. Lo que me motivó, entre otras razones -como la de averiguar por cuáles factores estructurales de funcionamiento del mercado de trabajo, desde hace más de un siglo, el trabajador dominicano no tiene participación significativa en el corte de la caña, servido predominante por inmigrantes- a realizar investigaciones puntuales. Cuyo primer resultado sería la monografía La inmigración de braceros azucareros en la República Dominicana, 1900-1930, publicada en 1978 por el Centro Dominicano de Investigaciones Antropológicas (CENDIA), de la UASD, dirigido por mi caro amigo Marcio Veloz Maggiolo.
Esta obra sería la primera cuantificación estadística seriada de la presencia cocola en el país, realizada junto al estudio analítico documentado en las fuentes especializadas de las causas estructurales que generaron en las Antillas Menores, posesiones europeas (británicas, danesas, francesas y holandesas) productoras por excelencia de azúcar de caña para la exportación a sus metrópolis, la emigración cíclica de sus trabajadores para realizar las cosechas de azúcar y bananos, así como las labores de apertura de vías férreas, estiba portuaria y la obra civil dura del Canal de Panamá. Una perspectiva retomada y ampliada ahora por Jarvis Luis.
A ella seguiría mi texto “The Formation of the Dominican Sugar Industry: From Competition to Monopoly, from National Semiproletariat to Foreign Proletariat”, capítulo del libro Between Slavery and Free Labor, publicado por The Johns Hopkins University Press, editado por Manuel Moreno Fraginals, Frank Moya Pons y Stanley Engerman, fruto de un seminario realizado en junio de 1981 en el Museo del Hombre. Y luego decenas de trabajos publicados sobre la materia azucarera y el problema de la fuerza de trabajo.
Mi amor por Macorís fue tocado iniciático por las incursiones como muchacho acompañante de mi tío Toño (Dr. Pedro Antonio Pichardo Sardá), a cargo en la SESPAS de la inspección sanitaria que se realizaba a los barcos que atracaban en nuestros puertos. Por él, junto a las autoridades de la Marina de Guerra y otras agencias oficiales, conocí los puertos y su faenar: Ciudad Trujillo, Haina, Boca Chica, San Pedro, Romana, Palenque, Calderas, Azua, Barahona, Pedernales, Puerto Plata, Sánchez. Abordando los buques cargueros, en ocasiones trasladados por remolcadores o lanchas de la MGD que nos llevaban mar afuera. El embarque de sacos de azúcar cruda y al granel en el Central Río Haina, era una de las operaciones más frecuentes.
Luego, al despuntar la primavera libertaria de los dominicanos, en el patio del Palacio Consistorial con acceso por El Conde enfebrecido, poblado con jóvenes idealistas que soñaban sueños de redención social, resonaron espléndidos los versos hinchados de patria proletaria de Pedro Mir. El poemario Hay un país en mundo y su canción del ingenio, entonado en las voces de Miguel Alfonseca y otros integrantes del grupo Arte y Liberación que capitaneaba el ser multiplicador Silvano Lora, nos convocaba a mirar distinto, a enfocarnos en el ingenio y su drama.
Ya no sólo sería el cautivante olor al guarapo hirviendo en los tachos que se escapaba de la factoría para disparar nuestra función organoléptica, cuando nos acercábamos por la carretera al balneario de Boca Chica, pasando por Andrés en tiempo de molienda del ingenio. Ahora se trataba de ver el trasfondo del melao revitalizador que me servía el viejo moreno friofriero Ernesto sobre un cono de hielo escarchado. En la esquina emblemática del parque de San Carlos con la entrañable iglesia colonial a un costado y la superba Escuela Brasil moderna que nos dejaron los marines.
“Miro un brusco tropel de raíles/son del ingenio/sus soportes de verde aborigen/son del ingenio/y las mansas montañas de origen/son del ingenio/y la caña y la yerba y el mimbre/son del ingenio/y los muelles y el agua y el liquen/son del ingenio/y el camino y sus dos cicatrices/son del ingenio/y los pueblos pequeños y vírgenes/son del ingenio.” Tras el sonsonete poético que nos traslada a la plantación y sus dominios, el artista atisba “en el tránsito del río, /cordilleras de miel, desfiladeros/de azúcar y cristales marineros” y en el origen seminal, “un hombre de pie en los engranajes”.
Llevado primero de la mano de los petromacorisanos Rafael Kasse Acta y Guillermo Vallenilla, y luego en incursiones con Justino José del Orbe junto al colega Walter Cordero, a veces con la antropóloga norteamericana Patricia Pessar, otras con el artista Nadal Walcot, me acerqué hace medio siglo al estudio de esta comunidad multiétnica azucarera y portuaria. Acogido por los Hazim, Musa, Alan, Acta Fadul, Antún, Zaglul, Gual, Pires, Serrat, Iglesias, Armenteros. Y por Rafael Jarvis (primo de Jarvis Luis), un carismático líder sindical que encabezó una cooperativa de ahorro y consumo modelo, cuya réplica aspiraba a realizar Fernando Álvarez Bogaert cuando dirigía con visión progresista el CEA.
Moscoso Puello, director del hospital San Antonio de Macorís, describe a los cocolos en Navarijo. Sus escuelas sostenidas por las iglesias con pastores que dominaban el inglés culto y el “negro English”. Las fiestas sabatinas animadas a ritmo de calipso trinitario, tambores, clarinete, cornetín y flauta. Las alboradas pascuales entonando el Good Morning, Good Morning, Good Morning, my Guavaberry, “vestidos de indios caribes”, al compás de tambores, triángulos y flautines, ataviados con vistosas plumas.
Más allá del mundo del azúcar, de su presencia en Puerto Plata, Sánchez, Samaná – bajo el apelativo de ingleses y confundidos con los americanos libertos que llegaron bajo Boyer-, la comunidad cocola ha ganado prestigio entre los grupos étnicos que conforman la sociedad dominicana. Ascendente en profesiones liberales, técnicas, artes, música y deportes.
Cocolos descendientes han descollado en Grandes Ligas con Carty, Griffin, Sosa, Joseph. En el patio Walter James, “Garabato” Sackie, Chico Conton, Pepe Lucas. Violeta Stephen hizo historia en LVD. Los Lockward Stamers aportaron al bardo Juan, a George, Fonchy, Alanna, Antonio y Andrés.
En la cima episcopal Isaac y Brooks. En jazz la trompeta de Ferdinand y Cuchi Elías, ícono del cine. James nos reclamó en Los Inmigrantes: “Aún no se ha escrito la historia de su congoja/ Su viejo dolor unido al nuestro”. Stanley, narrador y editor. A Mateo Morrison, Premio Nacional de Literatura, se le dedicó la FIL. Ahora narrador con Good Morning, Mr. Morrison, relato sobre el legendario profesor Egbert, jamaiquino egresado de Oxford. La multifacética familia Silié, que arribara desde Curazao y asentara en Macorís y San Carlos, sobresaliente en educación, derecho, odontología, medicina, economía, sociología e historia.
Pieter, cuya Autobiografía debe abrevarse, graduado en París, fundador del Oncológico. Charles Dunlop y Marcos Charles, junto a Dinzey, honraron la medicina. El sastre Dore, de Nevis, nos legó a dos Carlos, el pelotero y el sociólogo. Mr. Hodge enseñó inglés en La Salle y entonó el órgano catedralicio. Chapman, maestro cerrajero. Pemberton, en el Perla. Hamilton en Economía de la UASD. Matthews en la prensa. Theophilus Chiverton, Primo, y Daniel Henderson, Linda, líderes de los Guloyas, gloria de la patria y la humanidad. Los inmigrantes trajeron su guavaberry, crocantes yaniqueques y sopa de molondrones.
En una nación de inmigrantes, ha llegado la hora de visibilizarlos y flamear esa condición como seña de identidad multiétnica. La obra de Jarvis Luis traza trillos en esa ruta.